[Documental] Grandes tardes y pequeños amaneceres

Una apasionante crónica de mayo de 1968. Los símbolos de la autoridad son impugnados por millones de huelguistas y estudiantes. William Klein rueda día a día asambleas, debates improvisados, manifestaciones, barricadas, trifulcas de calles, utopía en marcha, esperanzas, dimisiones. Rodado en blanco y negro, cámara al hombro, es el documento más preciso, más exacto y más inquietante sobre la gran rebelión francesa del siglo XX.

Marxismo y Teoría Revolucionaria: el pensamiento de la historia y la revolución comunista que destruirá las clases y el poder separado.

Marxismo y Teoría Revolucionaria. Parte 1: La superación situacionista de la dicotomía marxismo/anarquismo

“Hay que interpretar la célebre máxima: ‘sin teoría revolucionaria no hay acción revolucionaria’, del modo más amplio posible, y darle su verdadero significado. Lo que distingue al movimiento proletario de todos los movimientos políticos anteriores, por importantes que éstos hayan sido, es que es el primero claramente consciente de sus objetivos y de sus medios. En ese sentido, no sólo es para él la elaboración teórica uno de los aspectos de la actividad revolucionaria: es inseparable de esa actividad. La elaboración teórica ni precede ni sigue a la acción revolucionaria práctica: las dos son simultáneas, y se condicionan mutuamente (…). La teoría revolucionaria sólo puede conservar su validez si se desarrolla constantemente, si se enriquece incorporándose todas las conquistas del pensamiento científico y del pensamiento humano en general, y en particular sabe asimilar la experiencia del movimiento revolucionario, si se somete, cuantas veces sea necesario, a todas las modificaciones y revoluciones internas que la realidad le imponga. La máxima clásica sólo tiene por lo tanto sentido si se interpreta así: ‘sin desarrollo de la teoría revolucionaria, no hay desarrollo de la acción revolucionaria’” (Presentación de la revista Socialisme ou Barbarie, 1949).

De qué trata este escrito:

Desde los años 50 del siglo pasado la I.S. emprendió una muy original actualización de la obra de Marx, dando un salto por sobre décadas de hegemonía del “Marxismo” (con mayúsculas) mutilado y emprobrecido formado en el molde de la II Internacional -y que se expresaba en distintas formas de socialdemocracia y leninismo-, para reencontrarse con el programa original de la revolución proletaria contra el sistema productor de mercancías, por  la abolición del trabajo asalariado, las clases y el Estado, trazando líneas que, desde Marx, Fourier y Lautreamont, conectaban con la experiencia histórica de los Consejos Obreros y las vanguardias estéticas que se desarrollaron en paralelo (dadá, surrealismo, futurismo). Este texto nace de intentos previos que tenían por objetivo central exponer a grandes rasgos en qué consistió la aplicación situacionista de Marx, sus antecedentes (principalmente el “comunismo de izquierda” y Socialisme ou Barbarie), principales aportes (crítica de la separación, concepto de espectáculo, urbanismo unitario, psicogeografía, preparación del “segundo asalto proletario contra la sociedad de clases”), y las críticas posteriores más relevantes. Pero en el resultado final hemos decidido enfocarnos en lo que nos parece más importante para las luchas de hoy. En toda esta exposición el énfasis está puesto en el eje “ideología versus teoría”, en la necesidad de superar dicotomías que resultan falsas (teoría/práctica; anarquismo/marxismo, entre otras) y en la complejidad de los procesos de “recuperación” del pensamiento revolucionario, que se fosiliza deviniendo ideología para así terminar siempre poniendo sus armas al servicio de la izquierda del capital. Así, mientras no se interrumpa el dominio del capita y el estado en todos los frentes, no nos debe extrañar que la teoría crítica revolucionaria de Marx se encorsete en la ideología del “marxismo” y, un siglo después, a los aportes situacionistas den paso a una moda/obsesión por el “situacionismo”.

I.- MARX Y LA I.S.: LA TEORÍA REVOLUCIONARIA COMO CRÍTICA RADICAL DE LA IDEOLOGÍA

“Es preciso recordar que el sentido de esta doctrina se infiere ante todo de la posición que la misma asume y ocupa enfrente de aquellas contra las cuales efectivamente se levantó, y especialmente contra todas las ideologías”. (Antonio Labriola, Del materialismo histórico, 1899).

En la historia del marxismo una de las evoluciones más curiosas es la que ha tenido el concepto de ideología: puramente negativo en Marx (que jamás habló, por ejemplo, de una “ideología proletaria”), tras la fundación del “marxismo” por la II Internacional sufre un progresivo desplazamiento hacia acepciones más ambiguas o neutras para llegar, finalmente, a un uso positivo del concepto (muy visiblemente en Lenin y en Gramsci). Con el leninismo y el estalinismo, el propio marxismo pasa a ser considerado como una ideología. En ese punto, entonces, la inversión es completa y podemos suponer que le habría resultado incomprensible a Marx.

Hoy en día, después del pantano “post” que reinó por casi dos décadas en el medio académico, Marx vuelve a ser aceptable. Se habla bastante de teoría de la ideología, y del desarrollo del concepto en el tiempo: es muy conocida la selección de textos sobre ideología que hizo Zizek, y en Chile ya se han editado dos de cuatro volúmenes de Jorge Larraín sobre el tema[1]. En estos debates no se habla mucho del aporte situacionista al tema, pese a que en su momento fue casi la única corriente que defendía el retorno a una crítica despiadada de todas las ideologías, partiendo por la crítica de la recuperación reformista y/o burocrática del pensamiento comunista y subversivo de Marx, transformado en “ideología oficial del movimiento obrero”.

Esta diferencia con el “marxismo realmente existente” en ese momento y durante la mayor parte del siglo XX fue destacada por la propia I.S. al señalar que quienes han leído a Marx saben que su método es una crítica implacable de todas las ideologías, pero en cambio, quienes se han conformado con leer a Stalin, “proclaman al marxismo como la mejor de las ideologías”.

La formulación más detallada de las consecuencias prácticas de esta diferenciación se formula en la tesis N° 124 de La Sociedad del Espectáculo, que cierra uno de los capítulos más importantes de ese libro (publicado en 1967), “El proletariado como sujeto y como representación”:

“La teoría revolucionaria es ahora enemiga de toda ideología revolucionaria. Y sabe que lo es”.

Así que para la I.S. la cuestión era bastante clara: al igual que Marx, concebían que la primera obligación de una teoría revolucionaria (o teoría crítica radical, denominación que a veces usan como sinónimo), era la demolición crítica de todas las ideologías[2].  En el momento en que a ellos les tocó intervenir (1957 a 1972) esa labor consistía sobre todo en un ataque radical contra la ideologización del propio pensamiento de Marx, verificada desde los primeros tiempos de la II Internacional y sobre cuya base se constituían casi todas las variedades de marxismo existentes[3].

Otras corrientes de la época asumían un programa similar, pero en nombre del “verdadero” marxismo (ortodoxo, revolucionario, o auténtico) en lucha contra sus deformaciones. La originalidad de la posición situacionista radica en que llega a considerar que el marxismo en sí mismo es la deformación ideologizada de la teoría revolucionaria proletaria desarrollada por Marx.

Si bien la influencia de Marx en la I.S. es fuerte, directa y permanente (y nunca se cansaron de publicar recomendaciones como la siguiente:

“IMBÉCILES: PODÉIS DEJAR DE SERLO ¡LEED A MARX!),

su relación con el “marxismo” es más compleja, y pasa de un primer momento en que podríamos decir que se reivindica un “marxismo revolucionario”[4] a una posición mucho más crítica del marxismo propiamente tal (considerado como una deformación de Marx).

Al respecto, resulta muy elocuente el hecho de que al responder un cuestionario publicado en el número 9 de la revista Internationale Situationniste, la pregunta sobre si los situacionistas son marxistas es respondida de la siguiente forma:

“Tanto como Marx cuando dice: ‘yo no soy marxista’”[5].

Decíamos que el lugar donde más ordenada y sistemáticamente se expone la posición situacionista en relación al marxismo es en el ya mencionado texto de Debord sobre “El proletariado como sujeto y como representación”, que es el capítulo más largo de La sociedad del espectáculo. En él, Debord realiza una especie de “balance” de las luchas de clases del movimiento obrero clásico. El lugar de Marx en esta historia es analizado cuidadosamente. En su generación, tal como muestran también los casos de Bakunin y Stirner, entre otros, en los inicios del desarrollo de este “pensamiento de la historia”, la teoría comunista bebió de la fuente filosófica de Hegel, en el momento en que casi por fuerza se llegaba a una confrontación crítica con ese oscuro maestro, pensador (y justificador) de las revoluciones burguesas del siglo XVII y XVIII (procesos en que lucharon juntos, la burguesía progresista y los trabajadores, en contra del Antiguo Régimen, con resultados desconcertantes, y de cuyos “momentos de verdad” el proletariado es –ahora- el único heredero legítimo). Una de las pocas citas reconocidas en el libro de Debord (pues en la IS se defendía la creación colectiva y el uso libre de las fuentes literarias) es la siguiente: “Del mismo modo como filosofía de la revolución burguesa no expresa todo el proceso de esta revolución, sino solamente su concusión última. En este sentido, ésta no es una filosofía de la revolución, sino de la restauración (Karl Korsch, Tesis sobre Hegel y la revolución”).

Según Debord (en este aspecto, bastante hegeliano y lukacsiano en su “marxismo”), “el carácter inseparable de la teoría de Marx y del método hegeliano es a su vez inseparable del carácter revolucionario de esta teoría, es decir, de su verdad”. Esta primera relación es precisamente la que “ha sido generalmente ignorada o mal comprendida, o incluso denunciada como el punto débil de lo que devenía engañosamente en una doctrina marxista” (Tesis 79).

“El aspecto determinista-científico en el pensamiento de Marx fue precisamente la brecha por la cual penetró el proceso de ‘ideologización’, todavía vivo él, y en mayor medida en la herencia teórica legada al movimiento obrero. La llegada del sujeto de la historia es retrasada todavía para más tarde, y es la ciencia histórica por excelencia, la economía, quien tiende cada vez en mayor medida a garantizar la necesidad de su propia negación futura. Pero con ello se rechaza fuera del campo de la visión teórica la práctica revolucionaria que es la única verdad de esta negación (…)“Toda su vida Marx ha mantenido el punto de vista unitario de su teoría, pero la exposición de su teoría fue planteada sobre el terreno del pensamiento dominante precisándose bajo la forma de críticas de disciplinas particulares, principalmente la crítica a la ciencia fundamental de la sociedad burguesa, la economía política. Esta mutilación, ulteriormente aceptada como definitiva, es la que ha constituido el ‘marxismo’”. (Tesis 84. El subrayado es mío).

Al igual que los camaradas de Socialisme ou Barbarie hacia 1965, Debord y la IS ven que la degeneración del marxismo se produce mediante un proceso de ideologización, donde el componente revolucionario queda totalmente aplastado bajo el aspecto positivista-científico de esta teoría. Este  talón de Aquiles “cientificista” por donde penetró la ideología era tal vez inevitable si se toma en cuenta el contexto, la cosmovisión productivista que dominaba toda esa época: “el defecto de la teoría de Marx es naturalmente el defecto de la lucha revolucionaria del proletariado de su época”.

Pero si bien hay una conexión estrecha entre Marx y el pensamiento científico de su época, el pensamiento de Marx se situa “más allá” de la ciencia: no sólo comprensión racional de las fuerzas que operan en el mundo, sino su transformación activa, inacabada. Su proyecto, el de una historia consciente, requiere “una comprensión de la lucha, y en modo alguno de la ley” (Tesis 81).

Por esto, en la teoría marxiana, tanto la toma de partido por el proletariado (“la clase revolucionaria misma”), como el punto de vista de la totalidad constituyeron – también desde el comienzo- el antídoto vital contra las tendencias a la mecanización, fragmentación y positivización, que en la constitución del marxismo oficial resultaron vencedoras.

En esta lectura, el propio Marx difícilmente podría ser considerado como “fundador” del “marxismo”, o de una “doctrina marxista”, y en caso de serlo, lo sería más bien en contra de su propia voluntad[6], y dejándonos algunos ejemplos –y advertencias- en vez de reglas. Si es cierto que la mejor discípula de Marx hasta ahora fue Rosa Luxemburgo, podemos apreciar que efectivamente, en ella el aspecto “político” y el “metodológico” son inseparables, y definen en cierta forma lo que tiene el “marxismo” -o como sea que queramos llamar a aquella teoría proletaria, autónoma, unitaria, y orientada a la práctica-, de único y valioso, su aporte teórico y práctico como tradición emancipatoria. Lukács lo dice muy claro cuando se refiere en enero de 1921 al marxismo de Rosa:

“No es la preponderancia de los motivos económicos en la explicación de la historia lo que distingue de manera decisiva al marxismo de la ciencia burguesa, sino el punto de vista de la totalidad”. “El punto de vista de la totalidad no determina solamente al objeto, también determina al sujeto del conocimiento. La ciencia burguesa –de manera consciente o inconsciente, ingenua o sublimada- considera siempre los fenómenos sociales desde el punto de vista del individuo. Y el punto de vista del individuo no puede llevar a ninguna totalidad; todo lo más puede llevar a aspectos de un dominio parcial, las más de las veces a algo solamente fragmentario: a ‘hechos’ sin vinculación recíproca o a leyes parciales abstractas”. Según Lukács, al comentar “La acumulación del capital” –la obra principal de Rosa Luxemburgo-, no es casual, como dice ella, que la trivialización del marxismo se expresara en Bernstein en un sentido científico burgués, como tampoco es por azar que éste acusara a Marx de “blanquista”: “No es un azar, porque desde el momento en que se abandona el punto de vista de la totalidad, punto de partida y término, condición y exigencia del método dialéctico, desde el instante en que la revolución ya no se considera como momento del proceso, sino como acto aislado, separado de la evolución de conjunto, lo que hay de revolucionario en Marx tiene que aparecer necesariamente como una recaída en el período primitivo del movimiento obrero, en el blanquismo. Y al derrumbarse el principio de la revolución, como consecuencia de la dominación categorial de la totalidad, todo el sistema del marxismo se derrumba” (Lukács, Rosa Luxemburgo, marxista, en Historia y Consciencia de Clase).

Por su parte, Rosa Luxemburgo reconocía en un escrito de 1903, con ocasión de los veinte años de la muerte de Marx, que después de Marx y Engels el marxismo se había desarrollado muy poco, y que su legado había ejercido “una influencia un tanto restrictiva sobre el libre desarrollo teórico de muchos de sus discípulos”. Según ella, comentando un texto de Grun en el que se hacía una comparación entre los discípulos de dos maestros del llamado “socialismo utópico”, Saint-Simon y Fourier, el hecho de que los primeros hubieran hecho aportes muy creativos e interesantes, mientras los segundos se hubieran limitado a repetir como loros las palabras del maestro, se explicaba efectivamente según lo que Grun señalaba: “Fourier entregó al mundo un sistema, acabado, en todos sus detalles, mientras Saint-Simon entregó a sus discípulos un saco lleno de grandes ideas”, y “no cabe duda de que un sistema de ideas esbozado en sus rasgos más generales resulta mucho más estimulante que una estructura acabada y simétrica que no deja nada que agregar ni ofrece terreno para los esfuerzos independientes de una mente creativa”. De ahí que pueda trazarse una clara distinción entre quienes han tratado de mantenerse “dentro de los límites del marxismo” y quienes, por el contrario, o rechazan ese “ismo”, o conciben al “marxismo” como algo abierto, creativo.

La distinción tajante entre Marx y el marxismo es defendida con fuerza por Maximilien Rubel, quien se viera obligado a fundar la “marxología” para poder disipar el enorme cúmulo de mistificaciones construidas en torno a Marx por parte de los autodenominados “marxistas”[7]. En un texto de 1972 titulado “La leyenda de Marx o Engels fundador”, señala que el vocablo “marxismo”, “degradado hasta el punto de no ser más que un eslogan mistificador, lleva desde su origen el estigma del oscurantismo”:

“Marx se esforzó realmente en deshacerse de él cuando, en los últimos años de su vida, una vez su reputación había roto el muro de silencio que rodeaba su obra, hizo esta perentoria declaración: ‘Todo lo que sé, es que yo no soy marxista’”.

En la nota al pie luego de dicha cita, Rubel nos resume la evidencia histórica de la posición de Marx:

“Engels precisa que esta declaración la hizo Marx a propósito del “marxismo” que prevalecía hacia 1879-1880 “entre algunos franceses”, pero que este vituperio se aplicaba igualmente a un grupo de intelectuales y de estudiantes en el seno del Partido alemán; ellos y toda la prensa de “oposición” pregonaban un “marxismo compulsivamente desfigurado” (Carta de Engels a la redacción de Sozialdemokrat 7 de septiembre de 1890). La “humorada” -¡cuán llena de presentimiento!- de Marx fue referida por Engels cada vez que se presentaba la ocasión: ver sus cartas a Bernstein (3, nov. 1882), a C. Schmidt (15, agosto 1890), a Paul Lafargue (27, agosto 1890). El revolucionario ruso G.A. Lopatine tuvo un encuentro con Engels en septiembre de 1883 para hablar sobre las perspectivas revolucionarias en Rusia. El informe que dirigió a un miembro de la Narodnaia Volia contiene el siguiente pasaje: “Un día os dije, os acordaréis, que Marx nunca fue marxista. Engels cuenta que durante la lucha de Brousse, Malon & C., Marx había dicho un día, riendo: “Sólo os puedo decir una cosa y es que yo no soy marxista” (Marx-Engels, Werke, XXI, 1962, p.489). Sin embargo, no fue con este tono de broma como Marx, durante un viaje a Francia, comunicó a su amigo su impresión sobre las disputas socialistas en los congresos simultáneos de Siant-Ettiene y de Roanne, en el otoño de 1882. “Los ‘marxistas’ y los ‘anti-marxistas’, escribía, estas dos especies, han hecho lo posible para estropearme mi estancia en Francia”.”

Además de ese interesante anecdotario (que admite diversas interpretaciones y conclusiones), el argumento central  de fondo de Maximilien Rubel en su libro Marx sin mito es que mal podría justificarse cualquier pretensión de dar un orden definitivo y convertir en una “doctrina” acabada y autosuficiente una obra que, de acuerdo al detallado diseño de investigación para toda una vida que Marx se trazó ya en 1857, consistía en 6 partes, de las cuales sólo alcanzó a desarrollar parcialmente una.

En efecto, en su famoso Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política, fechado en enero de 1859, Marx señalaba la “secuencia” en que consideraría el sistema de la economía burguesa: “el capital, la propiedad de la tierra, el trabajo asalariado; el estado, el comercio exterior, el mercado mundial”. En esa ocasión, entregó los dos primeros capítulos de la primera sección dedicada al capital (la mercancía; el dinero o la circulación simple), dejando para después el tercero (el capital en general).

Marx concebía esa obra, su proyecto, como un “todo artístico”, en una unidad dialéctica. Las tres primeras partes correspondían a las 3 grandes clases sociales históricas: capitalistas, terratenientes y proletarios. En cuanto a los otros tres rubros, en el Prólogo Marx decía que su relación “salta a la vista”. En los Grundrisse se explica esta parte del proyecto como dedicada al análisis de la “síntesis de la sociedad burguesa bajo la forma Estado” considerada en su relación consigo misma, a las “relaciones internacionales de la producción” y la división internacional del trabajo, al mercado mundial y la crisis, donde “la producción está puesta como totalidad al igual que cada uno de sus momentos, pero en la que al mismo tiempo todas las contradicciones se ven en proceso”. El mercado mundial es al mismo tiempo el supuesto y el soporte del conjunto: “la producción capitalista se basa en el valor o en el desarrollo del trabajo contenido en el producto como (trabajo) social. Pero esto sólo es posible a base del comercio exterior y del mercado mundial. Esto es, por consiguiente, tanto supuesto como resultado de la producción capitalista” (Marx, Grundrisse I, citado por Dussel, 1990, p.18).

El carácter inconcluso de la investigación (pues tras varios intentos de redacción que le tomaron varias décadas Marx alcanzó en vida a publicar tan sólo el libro 1 de la primera parte de su proyecto: los libros dos y tres fueron editados por Engels, quien tuvo que seleccionar, enmendar e intervenir no poco sobre un contenido que Marx dejó en estado de borrador)[8] ha determinado que el llamado “marxismo” sólo pueda ser entendido correctamente si se asume como un conjunto de temas a explorar y un método que debe ser desarrollado creativamente -además de cómo toma de posición a favor del proletariado autoconsciente y el comunismo-[9]. Entendido de cualquier otra forma, y sobre todo como “ideología”, los resultados son nefastos.

Además del carácter inacabado del cuerpo de la obra de Marx (que impone a sus sucesores la labor de prolongar creativamente una tarea, en condiciones que van cambiando: nada más alejado de eso que la labor de disección y embalsamamiento emprendida por los epígonos desde fines del siglo XIX), ciertas mutilaciones involuntarias han estado a la base del “marxismo” oficial: sabemos que este marxismo se conformó por teóricos y profesionales que no tuvieron a su disposición varias obras fundamentales de Marx que permanecieron inéditas por mucho tiempo. El desconocimiento de “La ideología alemana”, por ejemplo, debe haber sido uno de los factores determinantes de que la concepción marxiana negativa de la ideología se perdiera e invirtiera en el marxismo acuñado en los laboratorios de la II y la III internacionales.

Pero dejemos de lado por ahora la cuestión de si en oposición a los “marxistas” despreciados por Marx tendría sentido defender la existencia –ya en vida de su “fundador”- de un marxismo “verdadero”, “puro” o “auténtico” (que es lo que cree la mayoría de los marxistas hasta el día de hoy). Más importante que eso es analizar cómo se formó el “marxismo” socialdemócrata de los tiempos de la II Internacional, cuales son sus principales características y su relación con la teoría crítica de Marx. En este análisis, acudiremos a otra de las corrientes que en los años 60 se ocuparon de elaborar una teoría revolucionaria en las nuevas condiciones de desarrollo capitalista esos años: el obrerismo italiano.

Mario Tronti plantea una versión bastante diferente a la situacionista/debordiana (dado que sigue reivindicando un marxismo “auténtico”, con una fuerte influencia leninista), pero tiene algunos importantes puntos de contacto. Para él, uno de los problemas más serios de la época es el lastre del “marxismo vulgar”, producido por la práctica reformista del “movimiento obrero”.

En el texto “Marx, ayer y hoy” (publicado en 1962 en el primer número de la revista Mundo Nuevo), sostiene que la lucha de clases se expresa también en un conflicto entre “teoría obrera” e “ideologías burguesas”. Para él, “una ideología es siempre burguesa: porque es un reflejo mistificado de la lucha de clases sobre el terreno del capitalismo”.

Por eso, “si la ideología en general es burguesa”, una ideología de la clase obrera “es siempre reformista”, y los que entienden al “marxismo” como la “ideología del movimiento obrero” cometen un grave error de fondo, pues:

“Marx no es la ideología del movimiento obrero: es su teoría revolucionaria. Teoría que ha nacido como crítica de las ideologías burguesas y que debe vivir cotidianamente de esta crítica: debe continuar siendo la ‘crítica despiadada de todo lo que existe’”.

Para Tronti, esta “ideología obrera” (necesariamente reformista) expresa el hecho de que “el movimiento obrero ha llegado a ser él mismo (…) parte, articulación pasiva del desarrollo capitalista”. El “marxismo vulgar” (como vulgärökonomie) tiene como presupuesto y como resultado a la “política vulgar” del movimiento obrero reformista. De ahí que una parte esencial de la actividad comunista consista en “desmitificar/desideologizar marxianamente el marxismo”. Se trata de una crítica que es “interna” al movimiento obrero, pero que “debe expresarse siempre como lucha externa contra el enemigo de clase”.

Por lo tanto, para Tronti, “la crítica al marxismo debe expresarse ante todo como la lucha contra el pensamiento burgués” (y, agregamos, contra todos los elementos que ya en la época de formación del marxismo y el anarquismo, las dos teorías secretadas por el movimiento obrero clásico, no podían sino colarse más o menos disimuladamente: evolucionismo, sentido lineal del progreso histórico, culto de la tecnología y las fuerzas productivas, etc.).

Si bien la denominación de “marxismo vulgar” es algo equívoca (pues tiende a dar la impresión de una pugna entre un marxismo “sofisticado” academicista y un marxismo “bruto”, poco refinado o “historicista” -secretado por la espontaneidad de las masas en la lucha directa-, siendo que en realidad ha sido sobre todo el gremio de los profesores socialdemócratas el responsable del “marxismo vulgar”), lo que señala Tronti tiene efectivamente puntos en común con lo que Debord escribió en 1967:

“El “marxismo ortodoxo” de la II Internacional es la ideología científica de la revolución socialista que identifica toda su verdad con el proceso objetivo en la economía y con el progreso de un reconocimiento de esta necesidad en la clase obrera educada por la organización. Esta ideología reencuentra la confianza en la demostración pedagógica que había caracterizado el socialismo utópico, pero ajustada a una referencia contemplativa hacia el curso de la historia: sin embargo, tal actitud ha perdido la dimensión hegeliana de una historia total tanto como la imagen inmóvil de la totalidad presente en la crítica utopista (al más alto grado, en el caso de Fourier). De semejante actitud científica, que no podía menos que relanzar en simetría las elecciones éticas, proceden las frivolidades de Hilferding cuando precisa que reconocer la necesidad del socialismo no aporta “ninguna indicación sobre la actitud práctica a adoptar. Pues una cosa es reconocer una necesidad y otra ponerse al servicio de esta necesidad” (Capital financiero). Los que han ignorado que el pensamiento unitario de la historia, para Marx y para el proletariado revolucionario no se distinguía en nada de una actitud práctica a adoptar debían ser normalmente víctimas de la práctica que simultáneamente habían adoptado” (Debord, 1967, Tesis 95).

Contra esa lectura predominante del marxismo efectuada por la socialdemocracia se entiende la insistencia de Lukács en Historia y consciencia de clase en un marxismo definido no por la validez de tal o cual dogma, sino que por el método dialéctico y revolucionario que establece “entre la consciencia y la realidad” una relación que hace posible la “unidad entre la teoría y la praxis”. En el mismo sentido cabría valorar la definición de Karl Korsch y el movimiento de los consejos obreros alemanes a favor de un “socialismo práctico”. Lo interesante, en Lukàcs, es que en la defensa del “marxismo revolucionario” contra el marxismo de la socialdemocracia, necesite re-definirlo como “ortodoxo”. Por su parte, cuando Korsch explicaba en los años 30 por qué era marxista, decía que no existe algo así como un “marxismo en general”: “En lugar de discutir el marxismo en general, yo propongo tratar a la vez algunos de los puntos más efectivos de la teoría y práctica marxistas. Sólo ese enfoque se adecua al principio del pensamiento marxiano. Para el marxista, no hay tal cosa como un “marxismo” en general, más de lo que hay una “democracia” en general, una “dictadura” en general o un “Estado” en general” (Korsch, 1935)[10].

La pasividad objetivista y evolucionista de la teoría socialdemócrata repercutía también en la concepción de la acción política, con su convicción de que intelectuales externos a la clase obrera debían dedicarse a “educarla”:

“La ideología de la organización social-demócrata se ponía en manos de los profesores que educaban a la clase obrera, y la forma de organización adoptada era la forma adecuada a este aprendizaje pasivo. La participación de los socialistas de la II Internacional en las luchas políticas y económicas era efectivamente concreta, pero profundamente no-crítica. Estaba dirigida, en nombre de la ilusión revolucionaria, según una práctica manifiestamente reformista. Así la ideología revolucionaria debía ser destruida por el éxito mismo de quienes la sostenían. La separación de los diputados y los periodistas en el movimiento arrastraba hacia el modo de vida burgués a los que ya habían sido reclutados de entre los intelectuales burgueses. La burocracia sindical constituía en agentes comerciales de la fuerza de trabajo, para venderla como mercancía a su justo precio, a aquellos mismos que eran reclutados a partir de las luchas de los obreros industriales y escogidos entre ellos. Para que la actividad de todos ellos conservara algo de revolucionaria hubiera hecho falta que el capitalismo se encontrara oportunamente incapaz de soportar económicamente este reformismo cuya agitación legalista toleraba políticamente. Su ciencia garantizaba tal incompatibilidad; y la historia la desmentía en todo momento” (Debord, 1967, Tesis 96).

Pero, ¿qué era históricamente la “socialdemocracia”? El propio Marx se encargó de definirla como un “compromiso histórico” entre el proletariado y la pequeña burguesía, concretado a mediados del siglo XIX:

“A las reivindicaciones sociales del proletariado se les limó la punta revolucionaria y se les dio un giro democrático; a las exigencias democráticas de la pequeña burguesía se les despojó de la forma meramente política y se afiló su punta socialista. Así nació la socialdemocracia (Sozial-Demokratie)” (Marx, “El dieciocho brumario de Luis Bonaparte”, citado por Tronti, 2001).

Frente a tal origen, no es de extrañar el grado de profundización del carácter pequeño burgués (y antiproletario) de la teoría y práctica socialdemócrata en las primeras décadas del siglo XX. A modo de ejemplo, baste considerar la “evolución” sufrida por la siguiente frase de Marx: “Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista se sitúa el período de transformación revolucionaria de la una en la otra. A él corresponde también un período político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado”. En 1922, a la luz de la experiencia histórica reciente, Kautsky juzga necesario introducirle modificaciones hasta convertirla en esto: “Entre la época del Estado democrático gobernado de un modo puramente burgués y el gobernado de un modo puramente proletario, hay un período de transformación del uno en otro. A él corresponde también un período político de transición, cuyo gobierno será de hecho una forma de gobierno de coalición” (citado por Korsch, 1923).

Ese “marxismo” oficial -cerrado, simplificado y resumido por un gremio de profesores, llamados a educar a la clase-, contiene varios “regalos envenenados” (progresismo, evolucionismo, cientificismo, culto al Estado y al Trabajo) que fueron identificados con singular precisión por un “materialista histórico” tan atípico y destacado como Walter Benjamin en sus Tesis sobre el concepto de historia:

“El sujeto del conocimiento histórico es la misma clase oprimida que lucha. En Marx aparece como la última (clase) esclavizada, como la clase vengadora, que lleva a su fin la obra de la liberación en nombre de las generaciones de los derrotados. Esta consciencia, que por breve tiempo tuvo otra vez vigencia en el “Espartaco”, fue desde siempre chocante para la socialdemocracia. En el curso de tres décadas ésta casi consiguió borrar el nombre de un Blanqui, cuyo timbre de bronce sacudió al siglo pasado. Se complació en asignarle a la clase trabajadora el papel de redentora de generaciones futuras. Y así le cercenó el nervio de su mejor fuerza. La clase desaprendió en esta escuela lo mismo el odio que la voluntad de sacrificio. Pues ambos se nutren de la imagen de los antepasados esclavizados, y no del ideal de los nietos liberados” (Tesis 12).

“La teoría socialdemócrata, y más aún su práctica, estaba determinada por un concepto del progreso que no se atenía a la realidad, sino que poseía una pretensión dogmática. El progreso, tal como se retrataba en las cabezas de los socialdemócratas, era primeramente un progreso de la humanidad misma (no sólo de sus destrezas y conocimientos). En segundo lugar, era un (progreso) sin término (correspondiente a una infinita perfectibilidad de la humanidad). En tercer lugar, se lo tenía por incesante (como uno que recorriese espontáneamente un curso recto o en forma espiral). Cada uno de estos predicados es controvertible, y en cada uno de ellos podría iniciar (su labor) la crítica. Pero ésta, si (se trata de una lucha) a brazo partido, tiene que ir detrás de todos estos predicados y dirigirse a algo que les es común a todos. La representación de un progreso del género humano en la historia no puede ser disociada de la representación de su marcha recorriendo un tiempo homogéneo y vacío. La crítica a la representación de esta marcha tiene que constituir la base de la crítica a la representación del progreso en absoluto” (Tesis 13)[11].

El “marxismo” de Benjamin constituye un fuerte antídoto contra el evolucionismo progresista que era hegemónico en la época de Marx y que se encuentra en el núcleo del marxismo oficial en sus dos principales versiones. Además, su reivindicación de “herejes” como Blanqui y Fourier anticipa en cierta forma la teoría revolucionaria  que los situacionistas intentarían resucitar unas décadas después. Por esto es que es necesario rescatar a Benjamin del pantano academicista y situarlo como uno de los mayores pensadores revolucionarios del siglo XX, y casi el único “marxista” que en su momento se dedicó a criticar inclusive el sentido del tiempo propio del sistema de producción de mercancías, con profundas implicancias para el concepto de revolución (en lo que se atreve a corregir a Marx: la revolución no es la locomotora de la historia, sino el momento en que los pasajeros superan el pánico y logran accionar el freno de emergencia).

Hasta aquí, la mayoría de las corrientes marxistas que se definen como antidogmáticas y revolucionarias podría coincidir en la crítica del marxismo diseñado por la socialdemocracia (hijo del progreso, fiel expresión del punto de vista de las fuerzas productivas del capitalismo, con la mirada puesta en el futuro radiante), pero hacen un corte entre esa tradición y el comunismo leninista, al menos el de la primera época, al que le atribuyen el mérito de haber actualizado y restituido la auténtica tradición marxista revolucionaria.

Pero si a principios de los años 20 Korsch escribía que la historia del “marxismo” podía ser entendida en 3 grandes fases:

1.- los trabajos creativos de Marx y Engels;

2.- la degeneración del marxismo en la II Internacional;

3.- la restauración del marxismo genuino por Lenin y Luxemburgo[12],

la conformación del “marxismo-leninismo” debería ser vista como una cuarta fase: la segunda gran degeneración del “marxismo”, que consiste en una nueva “ideologización”, la configuración de una nueva ortodoxia[13].

En efecto, el grueso de los defectos o regalos envenenados presentes en  la primera gran deformación (los que tan bien describió Benjamin en las citadas tesis 12 y 13) fueron traspasados casi íntegramente y sin mayor modificación a la segunda, pues el marxismo leninista, incluyendo todas sus principales variedades (trotskismo, estalinismo, maoísmo, castro-guevarismo), se constituyó históricamente como una derivación radicalizada de la socialdemocracia de izquierda. Pese a las intensas discusiones que se dieron sobre imperialismo y teoría de la crisis, en este proceso de diferenciación el elemento central y definitorio se daba en el plano de las discrepancias en la acción política: así, el grueso de la teoría socialdemócrata, su marxismo evolucionista, lineal y objetivista, propio de profesores e ideólogos, se preservó casi en bloque[14].

Debord lo expresó bastante claro en el capítulo sobre el proletariado: “Lenin no ha sido, como pensador marxista, sino el kautskista fiel y consecuente que aplicaba la ideología revolucionaria de este “marxismo ortodoxo” en las condiciones rusas, condiciones que no permitían la práctica reformista que la II Internacional llevaba consigo en contrapartida” (Fragmento de la Tesis 98). Luego de la toma del poder por el partido de “revolucionarios profesionales”, la ideología pasa a cumplir nuevas funciones en la administración del capitalismo de Estado: “La ideología revolucionaria, la coherencia de lo separado de la que el leninismo constituye el más alto esfuerzo voluntarista, que detenta la gestión de una realidad que la rechaza, con el stalinismo reencontrará su verdad en la incoherencia. En este momento la ideología ya no es un arma, sino un fin. La mentira que ya no es contradicha se convierte en locura” (Fragmento de la Tesis 105).

Siguiendo el esquema de Korsch, habría que señalar que en el paso de la fase 1 a la 2 de las señaladas arriba radica en gran parte la diferencia de interpretaciones entre las posiciones aludidas en este artículo. Mientras Debord y Rubel hacen un corte entre Marx y el marxismo, en virtud del cual el marxismo en sí mismo es considerado una deformación del pensamiento y acción de Marx, Korsch, al denominar la segunda etapa como de “degeneración del marxismo”, está aceptando que ya hay un marxismo auténtico en los “trabajos creativos de Marx y Engels”[15]. La posición de Korsch (al menos en esta etapa de su obra), coincide con la de Lukàcs y Tronti (leninistas declarados, a diferencia de Debord y Rubel). Obviamente, según si se concibe al marxismo de la primera o segunda forma se desprenden también dos acepciones distintas sobre lo que serían los “marxistas” (de conjunto y en sus distintas variedades) [16].

En cuanto al concepto de revolución (que, como veíamos, para Benjamin no es una aceleración del desarrollo, sino la interrupción “mesiánica” del progreso), Debord formula una crítica profunda a Marx. Tratando de fundar el “poder proletario”  en una “legalidad científica”, sostiene “una imagen lineal del desarrollo de los modos de producción, arrastrada por luchas de clases que terminarían en cada caso ‘en una transformación revolucionaria de la sociedad entera o en la destrucción común de las clases en lucha’”. Pero en realidad, “las sublevaciones de los siervos vencieron jamás a los barones ni las revueltas de esclavos de la antigüedad a los hombres libres. El esquema lineal pierde de vista ante todo el hecho de que la burguesía es la única clase revolucionaria que ha llegado a vencer; y al mismo tiempo la única para la cual el desarrollo de la economía ha sido causa y consecuencia de su apropiación de la sociedad”. Para Debord, esta simplificación condujo a Marx a “descuidar el papel económico del Estado en la gestión de una sociedad: la de clases”[17] (Tesis 87). De aquí se desprende también un error en cuanto al rol asignado al Estado en la revolución proletaria, que nace sobre el proyecto de la revolución burguesa pero debe diferir cualitativamente de ellas: “La burguesía ha llegado al poder porque es la clase de la economía en desarrollo. El proletariado sólo puede tener él mismo el poder transformándose en la clase de la conciencia. La maduración de las fuerzas productivas no puede garantizar un poder tal, ni siquiera por el desvío de la desposesión acrecentada que entraña. La toma jacobina del Estado no puede ser su instrumento. Ninguna ideología puede servirle para disfrazar los fines parciales bajo fines generales, porque no puede conservar ninguna realidad parcial que sea efectivamente suya” (Tesis 88. Los subrayados son míos).

Volviendo a la Internacional Situacionista y la forma en que usaron el concepto de ideología, es posible afirmar entonces que:

-La IS fue capaz de volver a Marx, dando un salto por encima de un siglo de socialdemocracia (en sus dos variedades: reformista/evolucionista y radical/voluntarista) reivindicando una teoría crítica proletaria, comunista, que ejerce implacablemente la labor de demolición de todas las ideologías existentes.

– La noción situacionista de ideología -a diferencia de ciertos “cientificistas” que, luego de los torpes intentos burocráticos por ocultar o negar valor a las obras inéditas de Marx, trazaron una severa distinción entre un “joven Marx” filosófico, y un “Marx maduro”, economista político y “científico”-, reconoce en toda la trayectoria de Marx una preocupación permanente por ciertos temas cuyas diferentes formulaciones nunca abandonan el “punto de vista unitario” o la perspectiva de la totalidad. En la vereda contraria, podemos encontrarnos la famosa posición de Althusser en Ideología y aparatos ideológicos de Estado: “Todo parecía llevar a Marx a formular una teoría de la ideología. De hecho, La ideología alemana nos propone, después de los Manuscritos del 44, una teoría de la ideología, pero…no es marxista (…). En cuanto El Capital, si bien es cierto que contiene numerosas indicaciones sobre una teoría de las ideologías (la más visible: la ideología de los economistas vulgares) no contiene una teoría propiamente tal…” (El subrayado es mío). Tenía bastante razón E.P. Thompson al ironizar con Althusser y sus discípulos como “más marxistas que Marx”. No es raro, a mi juicio, que la mayoría de ellos luego abandonara el marxismo y se pasara a las filas posmodernas. En el mismo sentido, Dussel afirma que “para Althusser, todo texto hegeliano de Marx no es “marxista”. Sin embargo,  si hubiera leído con cuidado, hubiera encontrado ese hegelianismo más presente en el “último Marx” que en el joven Marx, es decir, el de los últimos manuscritos del libro II al final de la década de 1870” (Dussel, 1990, p.313).

En el volumen 1 de la reconstrucción del concepto de ideología emprendida por Jorge Larraín queda bastante bien demostrado que, a diferencia del “corte” que señala Althusser, el Marx “maduro” produjo “un concepto de ideología crítico y restringido”, como “continuación de la crítica filosófica iniciada en el período anterior:

Crítico, porque “supone una distorsión, una mala representación u ocultamiento de las contradicciones”.

Restringido, porque “no incluye toda clase de errores y distorsiones”.

Por esto, para Larraín “las interpretaciones estructuralistas y positivistas de Marx que hacen de la ciencia la antítesis de la ideología están equivocadas”. Pues la ideología no es “un error pre-científico que desaparece cuando llega la ciencia”, sino que, tal como se señala en La ideología alemana, “la remoción de estas nociones de la consciencia de los hombres, se… efectuará por la alteración de las circunstancias, no por deducciones teóricas” (Larraín, El concepto de ideología Vol.1, pág. 76 y ss.).

-En las implicancias políticas del uso del concepto negativo de ideología, la I.S. es más fiel a Marx que el “marxismo” de su tiempo. Pues si hasta para un Lukács –escribiendo cuando nadie había podido todavía leer íntegramente La ideología alemana- fue posible definir al marxismo como “expresión ideológica de la clase proletaria en vías de emancipación”, la ideología es para Marx “una solución a nivel de la consciencia social de contradicciones  que no han sido resueltas en la práctica”. Su efecto específico es “el ocultamiento o representación inadecuada de la misma existencia o carácter de esas contradicciones”. Esta distorsión producida por la ideología “no es el patrimonio exclusivo de ninguna clase en particular”, pues puede producirse en todas las clases, “pero la ideología sólo sirve los intereses de la clase dominante” (Larraín, vol.1, pag. 75 y ss.).

“La clase que impera  en la sociedad materialmente, impera a la par espiritualmente”, pues la clase que tiene los medios de producción materiales “dispone también de los medios para la producción espiritual” (Marx y Engels, La ideología alemana, p.  82). Es en esa lógica donde se inscribe la noción marxiana de ideología: “pensamiento dominante que no hace sino traducir idealmente el estado de cosas en vigor, el estado de cosas que, precisamente, pone en manos de una clase dada, las riendas del poder”.

En el dominio de las ideas, cuando el pensamiento de la clase dominante se impone, “se acaba por olvidar que esas ideas tienen su raíz en un estado de cosas materiales y son producto de la clase dominante. Se les mira como verdades eternas” (ídem, p. 83). Es el famoso efecto de naturalización.

Algo más adelante en el texto de Marx y Engels (cuyo manuscrito data de 1845/46 pero que fuera publicado recién en 1932 por Riazanov), tras señalar el proceso histórico en que una clase se constituye como revolucionaria, genera su propio pensamiento y lo hace aparecer como expresando un interés general, para luego constituirse en nueva clase dominante, aparece una frase decisiva y susceptible de varias lecturas diferentes:

“Naturalmente que el fenómeno que hemos ido describiendo desaparecerá el día en que la sociedad deje de estar dividida en clases. La ideología de una clase particular debe revestirse de apariencias de ideología general de una época, al solo objeto de que esa clase pueda dominar a las demás. Pero si cuando no haya más clases, tampoco habrá clase  dominante ni, por tanto una ideología propia de esa clase” (p. 86).

Las interpretaciones de raíz leninista y gramsciana podrían ver en esta frase la justificación de una “ideología socialista” como parte del último ejercicio de poder estatal asumido por el proletariado. Otros podrán distinguir entre ideologías particulares y generales. En la versión situacionista, la actitud comunista ante la ideología no es muy diferente a la actitud revolucionaria ante el Estado y la nación, en sintonía con Marx y Engels cuando afirmaban que “hay una clase que no tiene absolutamente ninguna especie de intereses nacionales: EL PROLETARIADO”, al que definen justamente como la clase que “ha roto por completo con el mundo antiguo, y le ha declarado la guerra” (ídem p. 112).

-A similitud del Marx “no marxista”, la I.S. se preocupó especialmente de negar a priori la posibilidad de conversión de su propia obra en ideología. Desde un inicio definieron al “situacionismo” como un “vocablo carente de sentido, forjado engañosamente por derivación de la raíz anterior” (“situación construida”, “situacionista”[18]). Por eso, para ellos “no hay situacionismo, lo que supondría una doctrina de interpretación de los hechos existentes. La noción de situacionismo ha sido concebida evidentemente por los antisituacionistas” (“Definiciones”, en Internationale Situationniste N° 1, diciembre de 1958).

-En la medida que la I.S. no estaba obsesionada con reivindicarse como el marxismo “verdadero”, pudo potenciar todo el valor de uso de Marx y de la mejor tradición marxista crítica, sin necesidad de cerrarla en un sistema o doctrina.  Otros grupos consejistas de la época como Socialisme ou Barbarie y Pouvoir Ouvrier (en los que Debord y otros situacionistas militaron durante un cierto tiempo, como actividad paralela a la I.S.), al insistir en la construcción de un marxismo revolucionario y auténtico terminaron en la vía de la autodisolución y con varios de sus militantes intentando “superar” la tendencia a afirmar una nueva ortodoxia por la vía de declarar al marxismo y a Marx en bloque como obsoletos: los momentos de mayor decepción “marxista” en Korsch y la abierta declinación de las trayectorias personales de Castoriadis, Lefort y Lyotard[19] son ejemplos claros de este tipo de desarrollo (que parece darle cierta razón al Lukács de “¿Qué es el marxismo ortodoxo?”: “este método sólo puede desarrollarse, perfeccionarse; porque todas las tentativas de superarlo o de mejorarlo tuvieron y no pueden dejar de tener otro efecto que hacerlo superficial, banal, ecléctico”). En retrospectiva, Castoriadis llegó a decir por ahí por 1965 que, “habiendo partido del marxismo revolucionario” habían llegado “al punto en que había que elegir entre seguir siendo marxistas o seguir siendo revolucionarios”[20].

Así que, en conclusión, a la cuestión de “ser o no ser marxistas” la IS no le daba más importancia que el propio Marx. Frente a las definiciones de fondo, se trataba de una cuestión más bien secundaria (si fuera por hablar de “el marxismo de la IS” -asumiendo que resulta tan poco legítimo como hablar de “el  marxismo de  Marx”-, este sería abiertamente no dogmático, y anti-ideológico: ¿cabría tal vez incluirlo dentro de la noción lukacsiana del “marxismo ortodoxo”?). Lo importante, para ellos y para nosotros ahora, es seguir desarrollando en las condiciones históricas actuales una teoría revolucionaria proletaria, abierta, crítica y dinámica. En esta tarea, tal como señalaba Korsch hacia 1950, “Marx es hoy simplemente uno de los muchos precursores, fundadores y continuadores del movimiento socialista de la clase obrera. No menos importantes son los socialistas llamados utópicos, desde Tomás Moro a los actuales. No menos importantes son los grandes rivales de Marx, como Blanqui, y sus enemigos irreconciliables, como Proudhon y Bakunin. No menos importantes, en cuanto a resultado final, los desarrollos más recientes tales como el revisionismo alemán, el sindicalismo francés y el bolchevismo ruso”. Esta reacción de Korsch, comprensible aunque tal vez exagerada (pues se piense lo que se piense sobre el o los marxismos, la obra inconclusa de Marx todavía espera a seguir siendo desarrollada[21]), en el fondo apunta a  lo correcto. De todas formas, a su listado cabría agregar hoy un largo etcétera.

Además de la coherencia que presenta el no asociar la teoría revolucionaria al nombre de un individuo en particular, por genial y señero que éste nos resulte[22], una concepción como la de la I.S. (y también la del Korsch tardío) permite avanzar hacia la superación de la ya innecesaria división de los proletarios revolucionarios en “marxistas” y “anarquistas” (sobre todo asumiendo que en cuanto al grueso de su aporte “teórico”, Bakunin reivindicaba, aunque críticamente, la obra de Marx). Por otra parte, si en el terreno de esta tradición resulta necesario afirmar un marxismo “abierto” frente a otro cerrado, uno “libertario” frente al autoritario, uno “crítico” frente a otro positivista, el marxismo “revolucionario” frente a otro reformista, y así sucesivamente, no se entiende bien la ventaja de insistir en seguir reivindicando “el marxismo” en general, o en abstracto. Demás está decir que en la historia el marxismo lo que ha sido hegemónico no es precisamente el marxismo revolucionario y abierto.

Excede los límites de este texto referirse a este tema en detalle. Pero contra cierta tendencia a ver en la I.S. un híbrido “anarcomarxista” o “marxista libertario”, hay que destacar que los situacionistas, al igual que muchos otros consejistas y comunistas de izquierda, más que proponer un híbrido entre marxismo y anarquismo, o conformarse con moverse en un terreno intermedio entre ambos, se inclinan por superar dicha división suprimiéndola[23].

En “El proletariado como sujeto y como representación” Debord, luego de relatar la “fundación” del marxismo como victoria del positivismo socialdemócrata, se refiere en estos términos a la división en marxistas y anarquistas que se produjo en los momentos de reflujo de las luchas de la primera Internacional: “La derrota y represión que pronto halló hicieron pasar al primer plano un conflicto entre dos concepciones de la revolución proletaria que contienen ambas una dimensión autoritaria para la cual la auto-emancipación consciente de la clase es abandonada” (Tesis 91).

Debord ve una cierta simetría en las diferencias entre “marxismo” y “bakuninismo”. Su diferencia es doble: radica tanto en la concepción sobre el poder en la sociedad revolucionaria, como también en cuanto al tipo de organización necesaria en el presente. Lo curioso es que “al pasar de uno a otro de estos aspectos, la posición se invierte”. Así, mientras la superioridad de la perspectiva de Bakunin por sobre Marx es clara en cuanto a su desconfianza en el uso “transitorio” del poder estatal como medio para lograr la abolición de las clases, Marx tendría razón al denunciar en Bakunin y sus partidarios en la Alianza “el autoritarismo de una elite conspirativa que se había colocado por encima de la Internacional”.

Desde ese momento, anarquismo y marxismo quedan constituidos como ideologías rivales dentro del movimiento obrero. Tal como lo expresa Gilles Dauvé, “a mitad del siglo XIX se produjo una verdadera escisión dentro del movimiento revolucionario entre lo que fue convertido en necedad como marxismo y anarquismo. Más tarde, por supuesto, la escisión se hizo peor” (Dauvé, 2002).

Ambas corrientes históricas han tenido una expresión reformista y otra revolucionaria, y en las revoluciones de los dos siglos que pasaron se han encontrado sucesiva o al mismo tiempo a uno y otro lado de las barricadas (Kronstadt y mayo del 37 en Barcelona son los ejemplos más terribles).

La ventaja de considerarlos como ideologías está en que queda así muy clara la necesidad de superar lo que esa división tiene de falso problema. Para Debord, cada una de ellas contiene “una crítica parcialmente verdadera, pero perdiendo la unidad del pensamiento de la historia e instituyéndose ellas mismas en autoridades ideológicas” (como en el caso de la socialdemocracia alemana y la Federación Anarquista Ibérica: organizaciones poderosas puestas fielmente al servicio de estas  ideologías, con resultados desconcertantes en todas partes).

Con todo, creo que no podría reducirse ni al marxismo ni al anarquismo meramente al estatus de “ideologías” del movimiento obrero. En el caso del marxismo, de todo lo revisado hasta acá podríamos concluir que hay a lo menos dos o tres acepciones que podríamos destacar como conclusión: un “marxismo ideología”, definido no por Marx, sino más bien por Kautsky y sus discípulos en la II y III Internacionales; por otra parte, un “marxismo tradición”, que en realidad no es uno solo sino muchos “marxismos”. En esta tradición, si la consideramos en sentido amplio, debemos incluir también al marxismo-ideología: el marxismo vulgar, reformista y/o dogmático, en tanto expresiones ideológicas de ciertos sectores del movimiento obrero -y también externas a él-. Dentro del marxismo así entendido, si bien el estudio de todas sus variedades puede resultar necesario y útil en más de un sentido, a nosotros nos interesa destacar, desenterrar y seguir elaborando a partir de la tradición del marxismo revolucionario, abierto, libertario y crítico que hasta ahora ha sido la mejor expresión de la teoría proletaria. El marxismo en este último sentido, como tradición revolucionaria, conecta siempre más directamente con el método e intenciones emancipatorias de Marx que con el sistema ideológico construido “ya en vida de Marx” (como dijera Debord) pero perdiendo “el punto de vista unitario” (y revolucionario) de su teoría. A mi juicio, este “marxismo” es en realidad una de las formas más brillantes de “pensamiento de la historia”, y por lo mismo no aspira a quedarse eternamente identificada con la figura, la época y el nombre de Marx. De ahí que efectivamente para el propio Marx parecía algo absurdo y estrecho “ser marxista”, teniendo en cuenta el significado histórico amplio y profundo del programa comunista de abolición de la sociedad de clases.

“Marxismo”, “teoría crítica radical”, “filosofía de la praxis”, “materialismo histórico”, etc. Distintos nombres para un pensamiento de la historia que, tal como recuerda Debord, “no puede ser salvado más que transformándose en pensamiento práctico”. Cuando en la acción histórica del proletariado se manifiesta que este pensamiento no ha sido olvidado, “el desmentido de la conclusión es también la confirmación del método”. Por eso es que a inicios de los años 70, cuando ya casi se verificaba la disolución formal de la organización que más se había dedicado a preparar la más reciente detonación de la moderna lucha de clases (momento que, al igual que el de fundación, fue defendido por Debord como un “acto revolucionario”), los pocos situacionistas que quedaban, en un inusual acto de modestia afirmaban  que “las ideas llamadas ‘situacionistas’ no son otra cosa que las principales ideas del período de reaparición del movimiento revolucionario moderno”. De tal modo,  “lo que hay en ellas de radicalmente nuevo corresponde precisamente a los nuevos caracteres de la sociedad de clases”. En lo demás, se trataría ni más ni menos que “del pensamiento revolucionario nacido en los dos últimos siglos, el pensamiento de la historia, que vuelve a encontrarse en las condiciones actuales como en su casa” (Guy Debord y Gianfranco Sanguinetti, Tesis sobre la Internacional Situacionista y su tiempo, 1972). Por eso,

“FINALMENTE, NO SE TRATA DE UNA TEORÍA DE LA I.S., SINO DE LA TEORÍA DEL PROLETARIADO”.

[1] Mientras el volumen 1 de Larraín está dedicado a los orígenes del concepto, cuando en la Francia todavía revolucionaria de fines del siglo XIX algunos intelectuales burgueses proponían iniciar una ciencia del estudio sistemático de las ideas, y hasta los dos  nuevos significados que asume el concepto a la luz de los conflictos y la lucha social del siglo XIX: las referencias despectivas de Napoleón al carácter contemplativo de la actividad de los “ideólogos”, y luego la aportación (una verdadera inversión y desnudamiento del significado inicial) la crítica de la ideología efectuada por Marx, que la desenmascara como falsa consciencia, imposición violenta de las ideas de la clase dominante, que constituye el cemento de todo el edificio social. El volumen 2 se titula “El marxismo posterior a Marx: Gramsci y Althusser”  (como se ve, Larraín es de los que creen que hay un “marxismo” ya en tiempos de Marx) y recorre todas las peripecias desde la muerte del barbón a la ambigüedad de su amigo y ayudante Engels, y la nueva inversión del concepto, efectuada ahora por Lenin y Gramsci. Según anuncia el autor, el tercer volumen estará dedicado al debate entre “Historicismo y Postivismo: De Nietzsche a Durkheim”, y el cuarto a “Estructuralismo y Lenguaje: De Levi-Strauss a Baudrillard”. En los volúmenes ya publicados no hay referencia alguna a la I.S.

Por su parte, en el bastante entretenido volumen que nos ha dejado Zizek,  “Ideología: un mapa de la cuestión”, he detectado una sola referencia a Debord y la “sociedad del espectáculo”, en el texto del mismo Zizek con que se abre el libro (El espectro de la ideología): luego de la “ideología en sí” y de la ideología exteriorizada en práctica materiales (los famosos Aparatos Ideológicos de Estado de Althusser), esta exteriorización se “refleja sobre sí misma” y nos topamos con una realidad que aparece como extraideológica, pero que en verdad es indistinguible de la ideología. En este punto, además de mencionar como ejemplo el análisis marxiano del “fetichismo de la mercancía” (“en teoría, un capitalista se aferra al nominalismo utilitario, y sin embargo, en su propia práctica (de intercambio, etc.) sigue ‘caprichos teológicos’ y actúa como un idealista contemplativo”), Zizek concluye: “una referencia directa a la coerción extraideológica (del mercado, por ejemplo) es un gesto ideológico por excelencia: el mercado y los medios (masivos) están interrelacionados dialécticamente; vivimos en una ‘sociedad del espectáculo’ (Guy Debord) en la que los medios estructuran de antemano nuestra percepción de la realidad y hacen a realidad indistinguible de su imagen ‘estetizada’” (Zizek, 203, p. 24).

[2] Esta labor crítica requiere de un esfuerzo activo. No puede ser confundida con la posición dominante en el marxismo de inicios del siglo XX, tal como es denunciada por Korsch en “Marxismo y Filosofía”: una negación demasiado apresurada de toda filosofía y/o ideología, considerada como un problema de la “superestructura” en la época más economicista y mecánica del materialismo histórico de la II Internacional.

[3] Desde esta perspectiva, la de Marx y la IS, temáticas de factura posmoderna/reaccionaria tales como la ideología del “fin de las ideologías” y el pretencioso relato sobre “el fin de los mega-relatos” habría causado risotadas y desprecio en vez de ríos de saliva y tinta-.

[4] Incluso en un momento más “maduro” de la acción situacionista, el movimiento de las ocupaciones en Mayo de 1968 en Francia, en los telegramas enviados por situacionistas y “enragés” a los Partidos “Comunistas” chino y ruso, junto con la amenaza de un inminente movimiento de consejos obreros que barrería con esas burocracias, se incluye la consigna de “¡Larga vida al marxismo revolucionario!”. No obstante, la redacción del comunicado tal vez deba ser atribuida a algún miembro del núcleo de simpatizantes de la IS conocido como “enragés”.

[5] Se trata del “cuestionario” publicado en el número 9 de la revista Internationale Situationniste (1964). Muy interesante resulta también la respuesta sobre el “tamaño” de la organización: -¿Cuantos sois? –Algunos más que el núcleo inicial de la guerrilla de Sierra Maestra pero con menos armas. Algunos menos que  los delegados que estuvieron en Londres en 1864 para fundar la AIT, pero con un programa más coherente…”.

[6]En esto Debord se diferencia del Lukács Historia y consciencia de clase, para el que el punto de vista de la totalidad es precisamente define al “marxismo ortodoxo” diferenciándolo de todo lo demás (idealismo, materialismo y marxismo vulgares…). “Esta concepción dialéctica de la totalidad, que se aleja en apariencia de la realidad inmediata y que construye esa realidad de una manera en apariencia ‘no científica’, es, de hecho, el único método que puede captar y reproducir la realidad en el plano del pensamiento. La totalidad concreta es, pues, la categoría auténtica de la realidad”. Para Lukács, es ese método lo que define al marxismo ortodoxo, que “implica la convicción científica de que con el marxismo dialéctico se ha encontrado el método de investigación justo, de que este método sólo puede desarrollarse, perfeccionarse; porque todas las tentativas de superarlo o de mejorarlo tuvieron y no pueden dejar de tener otro efecto que hacerlo superficial, banal, ecléctico”. Para Lukàcs, entonces, el marxismo ortodoxo no significa “una adhesión sin crítica a los resultados de la investigación de Marx, no significa un acto de ‘fe’ en tal o cual tesis”. El marxista ortodoxo podría tranquilamente seguir siéndolo aunque rechazara totalmente algunas tesis de Marx a la luz de nuevos resultados de la investigación (Lukács, “Qué es marxismo ortodoxo”, en Historia y consciencia de clase). Curiosamente, esta definición de marxismo ortodoxo podría calzar con lo que desde otro punto de vista es definido como “revisionismo”. Veamos, por ejemplo, la definición suministrada en el Diccionario del Militante Obrero, elaborado en los medios obreros autónomos de Cataluña a inicios de los años 70: “Hoy se llama “revisionista” a todo aquel marxista que no acepta la teoría de Marx en bloque. Así, el revisionista sería el antitético del dogmático. Se usa impropiamente como sinónimo de reformista”. El propio Marx no tuvo problemas en “revisarse” a sí mismo de vez en cuando, tal como lo demuestra, por ejemplo, el Prólogo El propio Marx no tuvo problemas en “revisarse” a sí mismo de vez en cuando, tal como lo demuestra, por ejemplo, el Prólogo escrito junto a Engels para una edición alemana del Manifiesto Comunista en 1872: “Este programa ha quedado a trozos anticuado por efecto del inmenso desarrollo experimentado por la gran industria en los últimos 25 años, con los consiguientes progresos ocurridos en cuanto a la organización política de la clase obrera, y por el efecto de las experiencias prácticas de la revolución de febrero en primer término, y sobre todo de la Comuna de París, donde el proletariado, por vez primera, tuvo el poder político en sus manos por espacio de dos meses. La Comuna ha demostrado, principalmente que la clase obrera no puede limitarse a tomar posesión de la máquina del Estado en bloque, poniéndola en marcha para sus propios fines”.

[7] A Rubel se le debe una de las mejores ediciones críticas existentes del libro II de El Capital (Karl Marx, Oeuvres, Économie, t.II, París, 1968).

[8] En la introducción a su edición crítica del Libro II en siglo XXI editores, Pedro Scaron señala que fue perfectamente defendible la decisión de Engels quien, enfrentado a una cantidad impresionante de manuscritos, debió decidir entre una edición “militante” y simplificada o una “científica” para especialistas, optando en definitiva por lo primero: “Pero al optar por una edición más accesible y popular, Engels dio pie a dos errores bastante difundidos. Por un lado, el de quienes consideran que estos tomos no son meros materiales preparatorios de una exposición definitiva que Marx, por desgracia, no llegó a elaborar, sino precisamente dicha exposición terminada. Por otro lado, en su modestia y abnegación, Engels procura convencernos de que la obra que nos presenta, tal como él nos la presenta, sigue siendo ‘la obra exclusiva del autor, no del editor’”, siendo que “el enorme trabajo de Engels (…) permite asegurar que dichos tomos, en su forma actual, son hasta cierto punto una obra común de Marx y Engels” (Scaron, Advertencia a la presente edición, El Capital, Tomo II/Vol.4).

[9] Me parece muy adecuada la expresión de José Aricó y los compañeros de Pasado y Presente cuando decían que los manuscritos de Marx “no eran sino borradores de un libro que los socialistas del mundo debían contribuir a escribir”.

[10] En dicho texto, Korsch –que luego reaccionaría en contra de su pasado “ortodoxo”- se dedica a desarrollar lo que él considera son los 4 puntos esenciales del marxismo, que resume así:

“1. Todas las proposiciones del marxismo, incluyendo aquéllas que son aparentemente generales, son específicas.

2. El marxismo no es positivo, sino crítico.

3. Su objeto no es la sociedad capitalista existente en su estado afirmativo, sino la sociedad capitalista en declive tal como es revelada por las demostrables tendencias operativas de su disolución y decadencia.

4. Su propósito primario no es el goce contemplativo del mundo existente, sino su revolucionamiento práctico”.

[11] En ambos casos he usado la traducción de Pablo Oyarzún, por parecerme bastante más certera que la de Jesús Aguirre.

[12] De esta forma, el Karl Korsch de los años 20 también se alineaba en la postura de defensa del “verdadero” marxismo. Al respecto, ver el capítulo sobre “Korsch y el comunismo” en el libro de Kellner sobre Korsch. El “historicismo revolucionario” de Korsch le hizo llegar incluso a la reivindicación del leninismo durante gran parte de los años 20: su rectitud teórica emanaba directamente del hecho concreto de la revolución rusa, y así Lenin, que meses antes de la gesta de Octubre había escrito “El Estadoy la revolución” con la intención de “reestablecer la correcta teoría marxista del Estado”, era visto como “un signo de que la conexión interna de la teoría y la práctica dentro del marxismo revolucionario había sido restablecida de forma consciente” (Marxism and Philosophy, citado por Kellner, p. 39). En el momento crítico posterior, el “leninismo” como ideología del capitalismo de Estado dirigido por los estalinistas es rechazado, pero en retrospectiva Korsch seguía creyendo que “todo el proletariado ruso, y con él toda la vanguardia revolucionaria consciente del proletariado internacional, tuvieron que ser leninistas en el pasado” (Karl Korsch, “El segundo partido”, en Politische Texte, citado por Kellner, p.65).

[13] En la medida que se conciba al marxismo como intrínsecamente mutilado y deformado (Debord), o como algo que es deformado posteriormente por la práctica reformista (Lukàcs, Tronti), varía notoriamente lo que se entiende por “ortodoxia”. Así mientras algunos marxistas ligados al comunismo de consejos -como Mattick, Pannekoek, Korsch y Gorter- han sido definidos usualmente como “heterodoxos”, la paradoja consisten que en general ellos veían su propio marxismo como “ortodoxo” y a los marxismos oficiales de la II y III Internacional como tergiversaciones históricas.

[14] Para una demostración clara de esta afirmación, remitimos a ¿Teoría de la decadencia o decadencia de la teoría?, un texto del colectivo/revista británico Aufheben cuya traducción al español se puede encontrar en varios sitios de internet. Para el estudio de las características definitorias, principales fases y variedades de “marxismo soviético”, recomiendo la obra de Marcuse sobre el tema. La conexión profunda entre ideología socialdemócrata y marxismo-leninismo es también señalada por Korsch a partir de fines de los años 20 (el estalinismo, en definitiva, es para Korsch el “bernsteinismo/kautskismo” del momento posterior a la toma del poder estatal), y mucho después por Jean Barrot en El ‘renegado’ Kautsky y su discípulo Lenin (redactado como presentación a la edición del clásico texto de Karl Kautsky “Las tres fuentes del marxismo”. El texto de  Barrot está disponible en internet: http://www.geocities.com/cicabib/barrot/renegado.htm ).

[15] Lo mismo parece sugerir Jorge Larraín cuando subtitula su vol. 2 como “el marxismo posterior a Marx”: de acuerdo a esto, está claro que para él hay un marxismo simultáneo a Marx, y me imagino que el absurdo resultaría bastante claro si se pretendiera que hay un marxismo “anterior a Marx”. ¿Es posible hablar en serio del marxismo de Marx? No me resulta claro, pero me inclino por la negativa.

[16] Por dar un ejemplo lo suficientemente digno, podemos señalar la forma en que entendían el ser “marxistas” los camaradas de Socialisme ou Barbarie en 1949: “si nos consideramos marxistas, no creemos ni mucho menos que ser marxista signifique tener con Marx las relaciones que los teólogos católicos tienen con las Escrituras. Para nosotros, ser marxista significa situarse en el terreno de una tradición, plantear los problemas partiendo del trabajo efectuado por Marx y por los que han sabido después ser fieles a su intento, defender las posiciones marxistas tradicionales mientras un nuevo examen no nos haya convencido de que hay que abandonarlas, corregirlas o sustituirlas por otras que correspondan mejor a la experiencia ulterior y a las exigencias del movimiento revolucionario” (Castoriadis, Presentación de la revista Socialisme ou Barbarie, disponible en: http://www.fundanin.org/castoriadis9.htm El subrayado es mío ).

[17] No obstante, en la definición marxiana del “bonapartismo”, al identificar la fusión del Estado con el Capital en una “fuerza pública organizada para la esclavización social”  se esbozan las “bases sociopolíticas del espectáculo moderno”.

[18]Situación construida: Momento de la vida construido concreta y deliberadamente para la organización colectiva de un ambiente unitario y de un juego de acontecimientos”.
Situacionista: Todo lo relacionado con la teoría o la actividad práctica de la construcción de situaciones. El que se dedica a construir situaciones. Miembro de la Internacional situacionista” (Definiciones, IS nº1).

 

[19] Para los que sólo han conocido al Lyotard posmoderno convendría hacer una evaluación del Lyotard aún revolucionario de “¿Por qué filosofar?” y “Derivas a partir de Marx y Freud” (donde nos ofrece incluso una especie de “situacionismo” verbal en “Deseorevolución”. En la revista Socialisme ou Barbarie solía escribir análisis muy lúcidos sobre la situación en Argelia, planteando posiciones interesantes sobre la “cuestión colonial”. Por desgracia, la tan necesaria edición en español de todos los números de la revista no parece muy cercana.

[20] Y a diferencia de Lukács, Castoriadis cree que no es posible separar método de contenido (Castoriadis, “Marxismo y teoría revolucionaria”).

[21] El panorama actual no es muy distinto a lo que decía Dussel en 1990, al ir concluyendo su análisis de las cuatro redacciones de El Capital: “El segundo siglo de marxismo, que se ha iniciado hace poco, no podrá ignorar las cuatro redacciones de El capital, lo que permitirá una renovación que con seguridad se producirá después de la desaparición de la moda superficial del posmarxismo” (Dussel, 1990, p. 333). ¿Terminó ya esa moda? Varias señales parecen indicar que sí.

[22] Lukács decía que el marxismo era la “teoría de la revolución”, “expresión ideológica” del proletariado en lucha, pero ¿no tendría que haber desarrollado de todas formas, con o sin Karl Marx, el proletariado su propia teoría? Por otra parte, ¿hasta qué punto todas las teorías de la revolución desarrolladas a fines del siglo XIX y principios del XX no están aún profundamente impactadas (y determinadas) por las revoluciones burguesas?

[23] Al efecto, recomiendo consultar el folleto de Riesel sobre la organización consejista, donde trata de asnos a quienes insisten en la querella “anarquismo versus marxismo” (René Riesel, Preliminares sobre los consejos y la organización consejista, disponible en: www.sindominio.net/ash/is1205.htm). Por otra parte, Gilles Dauvé a señalado que “no estamos añadiendo bocaditos de Bakunin a grandes trozos de Marx (o viceversa). Semejante chapuza parecería un rompecabezas fuera de lugar. Únicamente estamos intentando valorar a Marx y a Bakunin como Marx y Bakunin tuvieron que valorar, por ejemplo, a Babeuf o a Fourier” (Dauvé, 2002).

Reafirmación x Grandizo Munis

Mientras más años contemplamos retrospectivamente hasta 1917, mayor importancia cobra la revolución española.

Fue más profunda que la revolución rusa y más extensa por la participación humana; esclarece comportamientospolíticos hasta entonces indefinidos y proyecta hacia el futuro importantes modificaciones tácticas y estratégicas.Tanto, que en el dominio del pensamiento no pueden elaborarse hoy sino remedos de teoría, coja o despreciable, si seprescinde del aporte de la revolución española, en general, y con mayor precisión de cuanto contrasta, superándolo o negándolo, con el aporte de la revolución rusa.

La revolución desbarató en España las estructuras de la sociedad capitalista en lo económico, en lo político y en lo judicial, creando o insinuando estructuras propias. Lo que estaba dado por la espontaneidad del devenir histórico se convirtió de potencial en actuante, en cuanto fueron quitados de en medio los cuerpos coercitivos, obstáculo a su manifestación. Así se perfila sin equívoco la revolución, desde el primer instante, como proletaria y socialista. La revolución rusa no destruyó la estructura económica del capital, que no reside en el burgués ni en los monopolios, sino en lo que Marx llamaba la relación social capital-salariado; tras un momento de vacilación, la modificó de privada en estatal, y en torno a ella y para ella fueron reacomodándose luego lo judicial, lo político… y los cuerpos represivos, ejército nacional comprendido, hasta que la relación social capital-salariado adquirió la virulencia que continúa distiguiéndola. Fue pues una revolución democrática o permanente, hecha por un poder proletario, y muerta como tal antes de alcanzar el estadio socialista que la motivó y constituía su mira. Por ende, no pasó de ser una revolución política. Y si bien en ese aspecto fue más cabal que la revolución española, la persistencia de la mencionada relación social capitalista dio a la contrarrevolución la facilidad de ser sólo política también, si bien cruelísima, en proporción al apremio de revolución mundial. Ambas características han consentido falsificaciones y embaucos sin cuento, que todavía hoy ejercen un influjo deletéreo.

Precisamente cuando la revolución alcanzaba su pináculo en España, en 1936, la contrarrevolución stalinista consolidaba en Rusia su poder para muchos años, mediante el exterminio de millones de hombres. En consecuencia, su ramal español tuvo deliberadamente, desde el 19 de Julio, un comportamiento de abanderado de la contrarrevolución, solapado al principio, descarado a partir de Mayo de 1937. Con toda premeditación y por órdenes estrictas de Moscú, se abalanzó sobre un proletariado que acababa de aniquilar el capitalismo. Ese hecho, atestiguado por miles de documentos stalinistas de la época, representa una mutación reaccionaria definitiva del stalinismo exterior, en consonancia con la mutación previa de su matriz, el stalinismo ruso. 

Un reflejo condicionado de los diferentes trozos de IV Internacional y de otros que la miran con desdén, asigna al stalinismo un papel oportunista y reformista, de colaboración de clases, parangonable con el de Kerensky o Noske.
Yerro grave, pues lo que el stalinismo hizo fue dirigir políticamente la contrarrevolución, y ponerla en ejecución con sus propias armas, sus propios esbirros y su propia policía uniformada y secreta. Se destacó enseguida como el partido de extrema derecha reaccionaria en la zona roja, imprescindible para aniquilar la revolución. Igual que en Rusia, y mucho antes que en Europa del Este, China, Vietnam, etc., el pretendido Partido Comunista actuó como propietario del capital, monopolizado por un Estado suyo. Es imposible imaginar política más redondamente anti-comunista. Lejos de colaborar con los partidos republicanos burgueses o con el socialista, que todavía conservaba sesgo reformador, fueron éstos los que colaboraron con él y pronto aparecieron a su izquierda, como demócratas tradicionales. Unos y otros estaban atónitos y medrosos a la vez, contemplando la alevosa pericia anti-revolucionaria de un partido que ellos reputaban todavía comunista. Pero otorgaban, pues con sus propias mañas flaqueaban ante la ingente riada obrera.

Como se ha visto en el último capítulo de este libro, el gobierno Negrín-Stalin está lejos de tener las características de uno de esos gobiernos de izquierda democrático-burguesa, que zarandeados entre una revolución a la que se oponen y una contrarrevolución que temen, sucumben al empuje de la una o de la otra. Fue un gobierno fortísimo, dictatorial, y extrafronteras rusas el primero del nuevo tipo de contrarrevolución capitalista estatal distintivo del stalinismo. Esa peculidaridad, latente desde antes del Frente Popular, quedó puesta en evidencia por primera vez en España, y desde entonces adquirió carácter definitivo. Lo confirman todos los casos posteriores, desde Alemania del Este y Yugoslavia hasta Vietnam y Corea. Dondequiera ese pseudo-comunismo acapara el poder, es acogotado el proletariado, aplastado si se resiste, el capital y todos los poderes se funden en el Estado, y la posibilidad misma de revolución social desaparece por tiempo indefinido. Y no será la faz hominídea —que no humana—, maquillaje reciente de los Carrillo, Berlingüer, Marchais y demás, la que cambie sus intereses profundos, emanantes de, y coindicentes con la ley de concentración de capitales.

Cambio secundario, pero también importante y no menos definitivo, se opera en los partidos socialistas con la revolución Española. Dejaron de comportarse como partidos obreros reformistas, para sumarse sin recato a la política burguesa… o a la del capitalismo de Estado a la rusa, según la presión dominante. Siguen hablando de reformas, sí, pero se trata de las que mejor convienen a la pervivencia del sistema capitalista, no de las que el auténtico reformismo creía poder imponerle, legislación mediante, para alcanzar por evolución, la sociedad sin clases ahorrándose la revolución. El reformismo ha sido pues reformado por el capitalismo. Lo certificó León Blum al reconocer que él y los suyos no podrían ser en lo sucesivo sino «buenos administradores de los negocios de la burguesía». El tremendo repente de la revolución en 1936, atrayendo la convergencia reaccionaria de Oriente y Occidente, precipitó también dicho resultado, que amagaba desde 1914.

Respecto a táctica, la revolución española invalida o supera con creces la de la revolución rusa. Así, la reclamación de gobierno sin burgueses, constituido por representantes obreros en el marco del Estado existente, tan útil en Rusia para desplazar del poder a los soviets, carecía de sentido en España, y habría surtido efecto negativo. Lo mismo cabe afirmar del frente unido de los revolucionarios con las organizaciones situadas a su inmediata derecha. Los bolcheviques lo practicaron, incluso con Kerensky en determinados momentos, positivamente siempre. Mimetizar esa táctica en España era meterse en la boca del lobo, y contribuir a la derrota de la revolución. Quienes, lo hicieron nos han dejado la más irrefutable y trágica de las pruebas. Es que, desde el principio, la amenaza más mortal para la causa revolucionaria y para la vida misma de sus defensores, provenía del partido stalinista; los demás eran colaboradores segundones.

Muy sobrepasada por los hechos revolucionarios mismos, fuente principal de consciencia, resultó la consigna: «control obrero de la producción», todavía en cartel para izquierdistas retardados. Los trabaja dores pasaron, sin transición, a ejercer la gestión de la economía mediante las colectividades, aunque su coordinación general fuese obstaculizada y al cabo impedida, por un Estado capitalista que iba reconstituyéndose en la sombra, no sin participación de la CNT y de la UGT. Al término de tal reconstitución, la clase trabajadora quedó expropiada y el Pacto CNT—UGT resultante convertía las dos centrales en pilares de un capitalismo de Estado. Pero antes de llegar a éste, el control obrero de la producción (de hecho estatalo-sindical) fue maniobra indispensable para arrancar por lo suave la gestión a los trabajadores. Idéntico servicio retrógrado habría prestado lo que se llama hoy autogestión, variante de aquél. Quedó demostrado entonces, con mayor contundencia que en ningún otro país, la imposibilidad de que el proletariado controle la economía capitalista sin quedarse atascado en ella como pájaro en liga. Si la gestión es el dintel del socialismo, el control (o la autogestión) es el postrer recurso del capital en peligro, o su primera reconquista en circunstancias como las de España en 1936.

Tampoco sirvió sino como expediente retrógrado el reparto de los latifundios en pequeños lotes, medida tan extemporánea en nuestros días como lo sería destazar las grandes industrias en múltiples pequeños talleres. En cambio, organizar koljoses, o su equivalente chino, «comunas» agrarias, es imponer una proletarización del agro correspondiente al capitalismo estatal. Ambas fueron desdeñadas, también en favor de colectividades agrarias, que a semejanza de las industriales reclamaban la supresión del trabajo asalariado y de la producción de mercancías, que de hecho encentaron.

En resumen, cuantos puntos de referencia o coordenadas habían determinado la táctica del movimiento revolucionario desde 1917, y aun desde la «Commune» de París, fueron sobrepasados y arrumbados por el grandioso empellón del proletariado en 1936. Y el sobrepase no excluye, claro está, la propia táctica seguida o propuesta en  España misma durante los años anteriores. Por lo tanto, es de advertir que lo preconiza do en la primera parte de este libro con arreglo a la táctica vieja, quedó también anulado por la fase candente iniciada el 36. Nada pierde por ello su valor histórico y crítico, pero sería inepcia conservadora volver a utilizarlo.

Allende lo táctico, siempre contingente, la revolución de España puso en evidencia factores estratégicos nuevos, transcendentalísimos, llamados a producir acciones de gran envergadura y alcance. En dos años, en efecto, los sindicatos se reconocieron como copropietarios del capital, pasando por tal modo a ser compradores de la fuerza de trabajo obrera. La concatenación de tal compra con la venta de esa misma fuerza a un capital todavía no estatizado, quedó definitivamente establecida. Proyección estratégica: para ponerse en condiciones de suprimir el capital, los explotados deberán desbaratar los sindicatos.

No menos importante es lo concerniente a la toma del poder político por los trabajadores. Estaba supeditada por la teoría, y por la experiencia rusa de 1917, a la creación previa de nuevos organismos, allí soviets. La revolución española la libera de esa servidumbre. Los organismos obreros de poder, los Comités-gobierno, surgieron, no como condición del aniquilamiento del Estado capitalista, sino como su consecuencia inmediata. El resultado de la batalla del 19 de Julio, incontrovertible cual ninguna definición teórica, plantó en plena historia esa nueva posibilidad estratégica.

Cómo y por qué los Comités-gobierno innumerables no consiguieron aunarse en una entidad suprema, está dicho en el lugar correspondiente de este libro. Nada mengua por ello el alcance mundial de semejante hazaña. El aporte estratégico del proletariado español a la revolución en general, sin limitación de fronteras ni de continentes, es decisivo en lo económico. Helo aquí en sus términos más escuetos: el Estado, por muy obreras que sus estructuras fueren de la base a la cúspide, las destruye si se le convierte en propietario de los instrumentos de producción. Lo que organiza en tal caso es su monopolio totalitario del capital, en manera alguna el socialismo. Ello corrobora y explica lo acontecido en Rusia después de la toma del poder por los soviets.

A dicho monopolio se reduce pues la nacionalización de la economía, que tanto engaña porque expropia a burguesía y trusts. Prodúcese por tal medida, no una expropiación del capital, sino una reacomodación del mismo, cumplimiento cabal de la ley de concentración de capitales inherente al sistema. Que sea alcanzada evolutiva o
convulsivamente, incluso por lucha armada, el resultado es el mismo. Cabe afirmar sin error posible, que dondequiera se apodere el proletariado de la economía, o esté en trance de hacerlo, todos los falsarios postularán la nacionalización, cual ocurrió en España. Y las tendencias que cierran los ojos ante tan claro testimonio histórico se condenan a ir a rastras de odiosos regímenes capitalistas (Rusia, China, etc.), o bien a transformarse ellas mismas en explotadoras, si por acaso el poder se les viniese a las manos.

Una generalización teórica importante se deduce de esas experiencias sociales, tan hondas como indeliberadas: la revolución democrática en los países atrasados es tan irrealizable por la burguesía como por el proletariado en calidad de revolución permanente. Las condiciones económicas del mundo, las exigencias vitales de las masas explotadas, a más de la podredumbre del capitalismo como tipo de civilización, lo que basta con colmo, convierten en reaccionario cuanto no sea medidas socialistas.

Lo que necesita la clase obrera en cualquier país es «erigir una barrera infranqueable, un obstáculo social que le vede tener que venderse al capital por “contrato libre”, ella y su progenitura, hasta la esclavitud y la muerte» (Marx). Le hace falta disponer a su albedrío de toda la riqueza, instrumental de trabajo y plusvalía, hoy propiedad del capital, y establecer como primer derecho del hombre, el derecho de vivir, trabajar y realizar su personalidad, sin vender sus facultades de trabajo manual o intelectual. Así entrará la sociedad en posesión de sí misma, sin contradicción con sus componentes individuales, desaparecerán las clases, y la alienación que en grados diversos comprime o falsea a las personas.
Junio 1977
G. Munis

Walter Benjamin; y las Tesis de Filosofía de la Historia

Walter Benjamín (15 julio 1892-26 septiembre 1940) fue un escritor y filosofo nacido en Alemania y de orígenes judíos. Se le asocia con la escuela de Frankfurt por su pensamiento crítico y tendencia marxista. Sus principales influencias se pueden buscar entre el decadentismo de Baudellaire, el materialismo histórico de Marx, el misticismo judío de su amigo Gershom Scholem, la crítica de Bertolt Brescht, y la filosofía de Ernst Bloch.

De juventud anarquista, lo cual influye en su escritura y visión acerca de la revolución,  al mismo tiempo que mantuvo siempre un fuerte lazo por la cultura y tradición judía. Esto se traduce en el fuerte mesianismo contenido en su filosofía, así como una crítica recalcitrante del orden imperante influenciada principalmente por un profundo estudio de la obra de Marx.

Su principal obra Tesis sobre filosofía de la historia es un texto bastante críptico, pero con una potencia revolucionaria que pocos han previsto.  Aspectos como el advenimiento revolucionario del proletariado, la critica de la social democracia, la importancia de la memoria histórica en contraposición a la crítica de la historiografía, el análisis del peligro como momentos de excepción, la crítica radical del trabajo,  su anti progresismo, y por sobre todo su análisis del tiempo vacio y homogeneo, son algunas de las cualidades que hacen de Benjamin un escritor antagónico y radical, con una perspectiva revolucionaria  a favor de la destrucción del capitalismo.

El Automata Turco

Desde los comienzos del texto, sintetizado en mas menos 22 tesis, el autor comienza por hacer una relación bastante inusual que deja a cualquier ideólogo sin entender  nada, relacionando la teología con el materialismo histórico. Haciendo una analogía con el autómata turco, un muñeco ajedrecista invencible que parece moverse por sí solo, pero bajo el escritorio escondido por un sistema de espejos, donde se encuentra un enano jorobado que mueve los hilos del muñeco. El ajedrecista invencible vendría a ser el materialismo histórico, y el enano jorobado seria la teología, que oculta en los pliegues de la historia entrega ese excedente necesario, esa débil fuerza para hacer saltar la historia y transformarla.

El materialismo antropológico de la redención

Para Benjamin, la teología está representada en el mesianismo, que sería entendido como el advenimiento. Idea presente en toda la historia de la humanidad, y reflejada en las escrituras bíblicas, donde el ser humano fue despojado del paraíso (entiéndase como despojo de la comunidad humana o Gemeinwesen), arrojado a sufrir la espera de la llegada de la redención venidera, la angustiosa errancia por el tiempo lineal (tiempo vacio y homogéneo diría Benjamin) aguardando el retorno al paraíso, la reunificación de lo separado, el tiempo mesianico. Para Benjamin, fue Marx quien secularizo perfectamente la idea del tiempo mesiánico con el concepto de sociedad sin clases, modernizando este advenimiento formulándolo a través de la lucha de clases y la revolución social.

 En clave Benjaminiana este mesías no sería una persona sino que sería el proletariado constituido en clase que vendría a redimir, a interrumpir la historia, de todo un pasado de derrotas consumadas en él. Para nuestro autor, una débil fuerza mesiánica reside sobre los hijos vencidos de la historia. Esta débil fuerza responde a una tensión antropológica existente en la sociedad de clases, una carga traspasada de generación en generación que reside en la pulsión humana a la emancipación, a la unificación de la Gemeinwesen (comunidad humana), la invarianza histórica de los hombres y mujeres a la comunión una y mil veces interrumpida por la subsunción del poder unificado. Es así, que el pasado de los vencidos contiene un índice oculto que no deja de remitirlo a la redención (Erlösung), para ello es necesaria una rememoración (Eingedenken)  un reencuentro con el pasado de nuestros hermanos muertos, sus batallas, sus pasiones, y sus reflexiones, pues los muertos no estarán a salvo del enemigo si este vence, y este no ha cesado de vencer. (tesis VI)

Esta teologización de la lucha de clases, responde a la búsqueda no de una finalidad ineludible sino de una posibilidad cierta en el seno del proletariado y es lo que hace interesante su teoria, pues no desarrolla un sistema de ideas con una pretensión teleológica[1], sino que esboza un planteamiento teórico que ofrece una mirada diferente para asumir la lucha de clases.

La posibilidad de redimir a sus muertos solo será posible si este se apropia de sus momentos de peligro, astillas del tiempo que aparecen como refulgencia histórica donde el pasado se actualiza como una constelación de recuerdos (acciones, sonidos, amores, imágenes, que están presentes en nuestro inconsciente colectivo y ADN, que se activan en los momentos donde la situación social convulsa empuja a los proletarios a la acción) que se rememoran y se actualizan en la praxis revolucionaria. La conciencia de esta oportunidad revolucionaria, es la conciencia de hacer saltar el continuum de la historia, la cual es propia de las clases revolucionarias en el instante de su acción.(tesis XV) Esta perspectiva histórica, se desprende del tiempo lineal y homogéneo que se auto concluye en su avance irrefrenable al futuro, donde los hechos historiográficos transcurren como hitos que se explican bajo causalidades lógicas. Marx dice que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial. Pero tal vez se trata de algo por completo diferente. Tal vez las revoluciones son el manotazo hacia el freno de emergencia que da el género humano que viaja en ese tren.(tesis XVIIa) Esta cosmovisión de la historia y el tiempo, responde a una conciencia holística de los hechos, a una gnosis unitaria del pasado que se expresa solo en la autoactividad[2] como practica viva de los explotados, retomando el hilo de la invarianza comunista como movimiento real a contrapelo del orden imperante.

El peligro

Según el autor, el peligro se dirige tanto contra los revolucionarios como contra la permanencia de la posibilidad revolucionaria, en palabras del mismo Benjamin este peligro consiste en entregarse como instrumentos de la clase dominante. Este peligro podría definirse en dos aspectos, el peligro del instante revolucionario  y el peligro del conformismo.

Determinada con mayor precisión, la imagen del pasado que relampaguea en el ahora de su cognoscibilidad es una imagen del recuerdo. Se asemeja a las imágenes del propio pasado que se le aparecen al hombre en un instante de peligro. Son imágenes que vienen, como se sabe, de manera involuntaria. La historia es, entonces, en sentido estricto, una imagen surgida de la remembranza involuntaria; una imagen que se le enfoca súbitamente al sujeto de la historia en el instante de peligro. La capacidad del historiador depende de la agudeza de su conciencia para percibir la crisis en que el sujeto de la historia ha entrado en un dado momento. Este sujeto no es de ninguna manera un sujeto trascendental, sino la clase oprimida que lucha en su situación de mayor riesgo. En el instante histórico, el conocimiento histórico es para ella y únicamente para ella.[3]

Para Benjamin, la apropiación de los instantes de peligro, pasan por subvertir la conciencia del tiempo lineal y homogéneo de la normalidad capitalista, asumir en ese instante, la responsabilidad histórica con el pasado como un puente entre este y el presente, sabiendo que se hace historia, abriendo la posibilidad a un cambio revolucionario que está vigente en todos los proletarios del mundo como herederos de un pasado cargado de muerte y explotación. Esta apropiación, corresponde a la apropiación del tiempo del ahora, el cual es una forma de restituir el tiempo unitario pasado.

Si bien para muchos, poner en cuestión el tiempo en el cual coexistimos parece más una labor intelectual que una necesidad revolucionaria, no es menos cierto que el tiempo lineal que padecemos es bastante sustancial. Cualquiera que cuente los minutos para salir del trabajo, o que odie profundamente el despertador sabe de lo que estamos hablando. Por tanto la crítica radical del tiempo es parte crucial de las tareas teóricas por emprender. En este sentido, el tiempo ahora no lo entendemos como concepto alternativo al tiempo lineal capitalista, sabemos que su existencia será real sólo en tanto se haga estallar la concepción del tiempo homogéneo bajo un estado de excepción triunfante y duradero, que no es más que una verdadera revolución social.

En realidad, no hay un instante que no traiga consigo su oportunidad revolucionaria —sólo que ésta tiene que ser definida en su singularidad específica, esto es, como la oportunidad de una solución completamente nueva ante una tarea completamente nueva.

 Cualquiera que haya vivido una insurrección/revuelta o se haya informado suficiente de ellas, puede darse cuenta que cada escenario particular de insurrección/revueltas rememora un imaginario pasado, los parisenses saben mucho de ello-rememorando la Comuna o el mayo francés-, así como los mapuches en Chile-rememorando los casi 300 años de resistencia a la Colonia- ,los eslavos en Europa del Este- el mismo Bakunin avizoraba una revuelta importante en esos territorios, debido al potente imaginario guerrero y libertario de estos pueblos- o las rebeliones indígenas en Chiapas- reivindicando la otrora guerrilla de Emiliano Zapata-.

Recuperar las revoluciones frustradas, las osamentas del tiempo, como momentos de quiebre, de tensión, que nos permitan hacer un balance en términos de memoria histórica es una tarea urgente. Para ello, el autor nos hablará del estado de excepción, como la autonomía irreductible de la humanidad, el resto siempre existente que se niega a sucumbir en la guerra contra el capital, la negación proletaria que aun resiste  a subsumirse por completo. Promover el verdadero estado de excepción se nos presentará entonces como tarea nuestra. (Tesis VIII) Este estado de excepción representa todas las revueltas y astillas del tiempo en donde se ha fracturado la normalidad capitalista, experimentando el tiempo ahora por algunos momentos, ese destello que el proletariado jamás ha podido capturar y mantener, pero que permanece inmanente a su condición social. He ahí, el reconocimiento de la producción antagónica del proletariado que aun no sede a convertirse en bienes de cultura del capitalismo.

En este mismo sentido, Benjamin va a decir que esta producción antagónica del proletariado esta siempre bajo peligro, el peligro de convertirse en bienes de cultura del capitalismo. Pues el enemigo no ha cesado de vencer, y los muertos siguen corriendo el peligro de transformarse en estadística olvidada- en el mejor de los casos- y en el peor, recuperación historiográfica para la cultura dominante. Pues, la historia la escriben los vencedores. Y como cual botín de guerra los testimonios culturales del proletariado también son puestos a disposición de la instrumentalización dominante. No hay documento de cultura que no sea a la vez un documento de barbarie. Y así como éste no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de la transmisión a través del cual los unos lo heredan de los otros. Por eso el materialista histórico se aparta de ella en la medida de lo posible.(tesis VII) Es por ello que una de las tareas de las minorías revolucionarias es realizar este balance a contrapelo de la historia, hurgando en sus pliegues, reconociendo sus momentos de verdad así como sus momentos de derrota.

Y siguiendo este balance sobre el peligro es que el autor toma la idea de conformismo, la cual surge como análisis histórico del peligro que acecha a la tradición revolucionaria, haciendo que en cada época los revolucionarios cedan ante el poder,  conformándose con gestionar el capital sin aplicar de raíz las medidas comunistas para  su abolición.

Aquí, la crítica de Benjamin se vuelve despiadada contra la socialdemocracia y el trabajo como expresiones de este conformismo en el aspecto político y económico respectivamente. No hay otra idea que haya corrompido mas a la clase trabajadora que la idea de que ella nada con la corriente (tesis XI) esta se refiere a que la aparición de la socialdemocracia ha inseminado una derrota futura en la clase proletaria haciéndole creer que el advenimiento comunista llegaría por su propio peso, que la clase proletaria debía contribuir con su trabajo al desarrollo económico e industrial para gestar las condiciones necesarias que hicieran posible el comunismo. Haciendo alusión a Marx advierte:

El programa de Gotha muestra ya señales de esta confusión. Define al trabajo como “la fuente de toda riqueza y de toda cultura”. Presintiendo algo malo, Marx respondió que el hombre que no posee otra propiedad aparte de su fuerza de trabajo “está forzado a ser esclavo de otros hombres, de aquellos que se han convertido… en propietarios”[4]

La confianza en el trabajo como motor de una revolución futura no podía llevar a nada beneficioso para el proletariado más que solventar aun mas las cadenas que nos mantienen esclavos al mundo de la mercancía. Benjamin prevé que la apología al trabajo realizada por la socialdemocracia introdujo una debilidad al movimiento obrero, reproduciendo de este modo la idea de que el trabajo produciría un desarrollo industrial tal que nos conduciría hacia el comunismo. Y es en esta idea donde Benjamin se detiene, pues le dedica varios capítulos a la idea de progreso, el cual es el leiv motiv del capitalismo como movimiento eyectado vorazmente al desarrollo infinito de la producción de valor.

La lucha de clases que tiene siempre ante los ojos el materialista histórico educado en Marx es la lucha por las cosas toscas y materiales, sin las cuales no hay cosas finas y espirituales. Estas últimas, sin embargo, están presentes en la lucha de clases de una manera diferente de la que tienen en la representación que hay de ellas como un botín que cae en manos del vencedor. (tesis IV)

La social democracia escindió esta lucha, haciendo suya la lucha por las cosas toscas y materiales y dejando las cosas finas y espirituales a la utopía, puesta en último lugar tras la marcha acelerada del tiempo vacio y homogéneo. Para Benjamin, este gesto responde al botín histórico que el capitalismo se lleva consigo, la necesidad urgente de la sociedad sin clases transformada en mero valor histórico de la era Moderna, un buen cuento que alguna vez creyeron los pobres del mundo que es anacrónico a estos tiempos de progreso.

 

El Progreso

Angelus Novus, Paul Klee

El capítulo más conocido de las tesis, comienza con la analogía del Ángelus Novus de Klee. En él, Benjamin describe al ángel de la historia desplegando sus alas, como queriendo escapar de una catástrofe que se avizora tras él. Esa catástrofe es el progreso.

En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que arroja a sus pies ruina sobre ruina, amontonándolas sin cesar. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destruido. Pero un huracán sopla desde el paraíso y se arremolina en sus alas, y es tan fuerte que el ángel ya no puede plegarlas[5] (tesis IX)

La crítica del progreso como veíamos anteriormente, se contempla no solo como una mera acumulación de técnicas orientadas al desarrollo tecno-industrial, sino como una ideología implantada en el seno del movimiento capitalista eyectada al futuro, acumulando catástrofes ambientales, exterminios masivos de seres, y explotación humana. Sin chanches a la detención. De ahí el espanto del ángel de la historia. Esta visión progresista le imprime al tiempo un carácter lineal que es incuestionable en nuestra época, dicho carácter esta directamente determinado por la época de la valorización del valor[6]. La noción de una historia universal está atada a la del progreso y a la de la cultura capitalista. Para que todos los instantes en la historia de la humanidad puedan ser alineados en la cadena del progreso, tienen que ser puestos sobre el común denominador de la cultura, de la Ilustración, del Espíritu objetivo o como se lo quiera llamar.

La ideología del progreso residente en la socialdemocracia (también en ideologías marxistas y anarquistas), tomo sus fuerzas cortando el nervio que el movimiento proletario mantenía con su pasado, empujando a la clase a mirar al futuro y pensar en las «generaciones venideras liberadas» más que en sus «ancestros esclavizados» anclando su potencia revolucionaria a un futuro utópico lejano en el mundo de las idealidades. A saber:

En la idea de la sociedad sin clases, Marx secularizó la idea del tiempo mesiánico. Y es bueno que haya sido así. La desgracia empieza cuando la socialdemocracia eleva esta idea a «ideal». El ideal fue definido en la doctrina neokantiana como una «tarea infinita». Y esta doctrina fue la filosofía escolar del partido socialdemócrata —de Schmidt y Stadler a Natorp y Vorländer. Una vez definida la sociedad sin clases como tarea infinita, el tiempo vacío y homogéneo, se transformó, por decirlo así, en una antesala, en la cual se podía esperar con más o menos serenidad el advenimiento de la situación revolucionaria.[7] (Tesis XVIII)

El ideal infinito, la tarea utópica como finalidad del tiempo vacio y homogéneo condena al proletariado a la espera agónica, y más terrible aun, a confiar no en sus posibilidades, sino en que la liberación llegará por el desarrollo de fuerzas ajenas a él, la industria, la economía, o la sociedad humanizada en su conjunto en último caso.

Conclusiones

Por otro lado, su lucidez revolucionaria nos sorprende,- debido a su época principalmente-, donde nos entrega una perspectiva radical con respecto a temáticas centrales del capitalismo que son difíciles de hallar en su momento histórico, como la crítica de la fe en el trabajo, la socialdemocracia y el progreso. Aspectos trascendentales de la crítica radical actual. Pues, el capital es solo trabajo humano acumulado, antagonía pura entre capital y trabajo donde el proletariado se comprende como portador y heredero de la potencia comunista y anárquica. Dicha dicotomía nunca ha estado tan clara en la historia. Los revolucionarios como Marx, Bakunin y la primera internacional ya habían notado esta expresión clara de la modernidad, y en los tiempos de híper información y posmodernismo, no debemos permitir que este contenido que nos hermana con el pasado de luchas esclavas sea recuperado por el poder.

La obra de Benjamin nos entrega un enfoque disruptivo del concepto de historia, su potencia se conecta con la teoría comunista donde aparece el movimiento de la vida como  una actitud invariante en la historia, como la interrupción mil veces interrumpida del eterno presente capitalista, el del tiempo homogéneo, vacio y lineal, al que le brota el piso historiográfico imprimiendo sus valores, actitudes, y acciones, astillando la historia con estados de excepción que buscan suspender el tiempo y reparar el pasado. Esta invarianza, que corre el permanente peligro de ser recuperada como botín de guerra, debemos procurar perpetuarla como nuestra fuente de agitación y rebelión. Entender que las revoluciones no son hitos utópicos que llegaran tras la acumulación de fuerzas culturales, sino que son implosiones de fuerzas ya existentes en el proletariado,  que tienen que ver más con un azar propio de las circunstancias históricas, -procesos cíclicos inseparables de la dialéctica negativa entre el proletariado y el capital-  y que emergerán exista o no esa «acumulación de masas consientes» tan labrada por el leninismo, y que solo apunta a mantener ordenada la pasión comunista cuando esta se desate. La perspectiva de Benjamin dirige su mirada a suspender el tiempo ahora que se emana de los estados de excepción, fijar los objetivos tácticos en contener esos momentos de detención del tiempo espectacular. Aprender críticamente las experiencias revolucionarias de los consejos obreros en 1905 y 1917, de la autogestión generalizada de España en 1936, los comités por el mantenimiento de las ocupaciones en Paris de 1968, o de los cordones industriales en Chile entre 1970 y 1973.

[1] Rama de la metafísica que se refiere al estudio de los fines o propósitos de algún objeto o algún ser, o bien literalmente, a la doctrina filosófica de las causas finales. Usos más recientes lo definen simplemente como la atribución de una finalidad, u objetivo, a procesos concretos.

[2] La auto actividad del proletariado la entendemos como el proceso donde el proletariado organiza las tareas necesarias con respecto a sus medios de vida y a la liberación de las relaciones mercantiles que lo coaccionan. Tomando nota de la prima histórica formulada por la I Internacional de Trabajadores «La emancipación de los trabajadores será obra de ellos mismos o no será».

[3] Benjamin, Walter «Tesis sobre filosofia de la Hisotria» (Fragmentos sueltos) Bolivar, Echeverria

[4] Benjamin, Walter «Tesis sobre filosofia de la historia» Tesis XI

[5] Benjamin, Walter «Tesis sobre filosofia de la historia»  Tesis IX

[6] Cuando hablamos de la vlaorizacion del valor nos referimos a la inercia del movimiento capitalista que tiende irremediablemente a producir siempre un plus valor en todo lo que produce. Este proceso fue descubierto por Marx cuando realiza la critica de la economia politica en su obra El Capital.

[7] Benjamin, Walter «Tesis sobre filosofia de la Historia» (Tesis XVIII)